martes, noviembre 07, 2006

Escaparate

Es divertido ver lo que hay detrás del cristal de un escaparate. Nunca sabes qué vas a encontrar. Miles de formas, colores, objetos. Vestimentas que combinan con las hojas de los árboles. Diferentes razas, distintas nacionalidades, todas husmeando por cada esquina de cada comercio.

Hoy he visto cómo alguien se acercaba olisqueando por los escaparates. Venía acompañado de un extraño animal; no tenía bigotes, era grandote y no muy peludo, tenía calvas y se le veía la mayor parte de la piel, y además le salía humo por la boca. Estaría enfermo. De repente se acercó al cristal y comenzó a mover sus patas y a golpearlo. Gemía y chillaba tratando de llamar la atención. Daba miedo. El animalito entró en la tienda, se acercó a mí y me agarró con sus zarpas llenas de anillos… Luego me llamaron y desperté.

- ¡¡Toby, vamos a la calle!!

lunes, noviembre 06, 2006

Niña nueva (中国欢迎您)

- ¡Mamá hay una niña nueva en mi clase! Tiene los ojos extraños y su pelo es muy raro.

Será extranjera.

- Mamá, mamá, la niña nueva no sabe escribir y en vez de letras hace garabatos.

Como somos pocos…

- Mamá, los niños del colegio la miran mal, se tocan los ojos y se ríen de ella.

Si se hubiese quedado en su país seguro que eso no le ocurría…

- Mamá, la seño dice que viene de muy lejos porque en su país no hay mucho trabajo.

El mismo cuento de siempre, sólo vienen a robarnos los empleos…

- Mamá, mamá…

- ¡Venga Qing Hua, a la cama, que mañana tienes que estudiar!

domingo, noviembre 05, 2006

Pangrama

Washington estaba sentado en su sillón, bebiendo whisky con fervor, y qué extraño acertijo leían a media luz sus empañados ojos.

A su lado los niños formaban jaleo con un balón que habían comprado en el kiosco de Wenceslao, y al momento les exigió que volvieran al zaguán.

- Esta exudación no se debe a mi whisky… ¡Niños, Aurelio, Eulogia, Gualterio! ¡Qué teutónica educación! Mosdisquear así esa preciosura de orquídea y dejarla cual reumático y quebradizo patituerto. ¡Qué bufonería escorbútica! ¡Qué sublevación!

- Abuelito, beber whisky por la mañana afloja vergonzosamente al que se excede…

Y con esta conseguida argumentación, Washington dio por zanjada la conversación, pues el niño consiguió que su abuelito, con gran exultación, descubriera que no era el whisky el culpable de su extrañeza ante aquel rompecabezas, sino su centrifugación.

viernes, noviembre 03, 2006

Nieblas de invierno

Llegan los fríos y la ciudad vuelve a cubrirse de niebla. Aromas intensos de invierno. La gente pasea por la ciudad. Qué valor con el frío que hace.

Llueve sobre los tejados. Menos mal que aquí sentada al lado del fuego se está muy bien. Más y más personas. ¿Por qué la gente no se queda en casa?

Desde los cristales de mis gafas las luces de invierno siempre se ven turbias, nubladas; mientras que de las bocas de las personas sale ese inconfundible vaho, cálido y dulzón. En invierno todo es vapor.

Ahora las gotas de lluvia saltan en los charcos con más intensidad. Mis huesos reumáticos no aguantarían ese frío. Qué loco hay que estar para salir de casa…

- Un cartucho de castañas, por favor.

- Sí, como no…

jueves, noviembre 02, 2006

Cita a ciegas

- A las siete en el viejo roble del parque. Llevaré una flor en la solapa.

Su voz sonaba tan dulce al teléfono que lo imaginó casi como a un galán del cine italiano, vestido con traje negro, pelo azabache bien engominado, zapatos brillantes, aire sereno y discreto, y con una pequeña rosa en el ojal.

Dieron las siete y no aparecía. Sólo unos niños se divertían viendo un espectáculo callejero. Las siete y media. Nada.

“Se está retrasando...”

Los animadores callejeros ya recogían sus bártulos. A uno de ellos algo lo entretenía. Los compañeros que lo apremiaban. Él que se negaba. Miraba y miraba su reloj de payaso, pero era de plástico.

“Las ocho, me largo”

Al día siguiente la chica volvió al mismo parque y vio una nota en el viejo roble, junto a una flor de payaso: “Te estuve esperando”.

lunes, octubre 02, 2006

¿Te he dicho que te quiero?

Te quiero. A veces lo decimos de forma automática, otras en cambio ni lo hacemos. En ocasiones lo expresamos sin sentirlo y en otras muchas no nos atrevemos ni siquiera a pensarlo. El cariño se puede expresar de muchas maneras, no necesariamente con dos palabras, ni tampoco con grandes hechos. El cariño más preciado es el que ofrecemos cada día, en dosis pequeñas. Como cuando advertimos que nuestra madre se ha cortado el pelo, o cuando ofrecemos ayuda a nuestros hermanos, cuando dedicamos una sonrisa a nuestro padre, o cuando dejamos una rosa en el cabecero de la cama.

En cambio, a veces, resulta muy complicado expresarlo. Como cuando estás en el sofá de tu casa viendo una película americana y en la pantalla aparecen un padre y un hijo abrazándose y diciéndose lo mucho que se quieren después de que éste ha perdonado al chaval por no contarle que había sacado un suficiente raspado en matemáticas.

Tú te encuentras a un metro del tuyo y te revuelves en el asiento, deseando que termine la tierna escenita y con el remordimiento de que el suficiente raspado es tu nota máxima en matemáticas y que si sólo fuera esa la preocupación que le das a tu padre también le abrazarías. La escena se prolonga, empiezas a carraspear y de tanto retener el aliento comienzas a marearte.

Por fin termina la película y te vas a la calle con una sensación amarga y un sentimiento de cobardía que te impide dirigirle la palabra a tu padre y mucho menos pedirle la asignación semanal, porque el americano se la habrá ganado pero tú, con tus notas, tendrías que salir menos y estudiar más. Así que te largas sin decirle a tu padre cuánto lo sientes y lo mucho que lo quieres, con sólo dos euros para pagar tu merienda y la de la parienta y pensando en lo cobarde que eres para expresar tus sentimientos.

Vas caminando por la calle, porque el presupuesto no te llega ni para el autobús, y al girar en una esquina ves que el necio de Alfonso, ese que te cae mal desde primaria, se acaba de encontrar con su madre, la abraza, la besa y hasta le coge las bolsas de la compra. Entonces otro pensamiento-remordimiento ataca tu mente y te sientes fatal porque la última vez que besaste a tu madre fue hace ocho meses, en tu cumpleaños, y fue ella la que te besó a ti.

Llegas al portal del edificio donde vive tu novia y en el escalón encuentras a sus vecinos, dos hermanos de unos dieciocho o veinte años, que conversan amistosamente y se ríen juntos. Y vuelve la punzada a tu cerebro. Machacándote. Recordándote lo cobarde que eres para expresar lo que sientes, y sólo puedes pensar en una larga secuencia de escenas rescatadas de tu memoria en las que estás discutiendo con tu hermano, acusándolo ante tus padres, peleándote a puñetazos con él. Recuerdas sus cicatrices, sus lágrimas, sus enfados y tus desprecios, recuerdas la cantidad de castigos que ha sufrido por tu culpa. No logras encontrar una sola imagen en la que estéis como los vecinos de tu chica, sentados, conversando, compartiendo risas y secretos.

Llega tu novia, la que siempre te reprocha que no eres cariñoso con ella. Su rostro parece diferente, está algo nerviosa, seria. Te dice que tenéis que hablar. Dos horas después vuelves a tu casa con lágrimas en los ojos porque ella te ha dejado. No soportaba más tu falta de caricias, tu indiferencia, tu lejanía.

Las lágrimas no son de cobardía sino de rabia y los quince minutos que te separan de tu casa los dedicas a reflexionar, a proponerte que necesitas cambiar. Es fácil no hacer nada, mantenerse pasivo ante todo, pero así se pierden muchos momentos preciosos en la vida. Deseas llegar a tu casa y abrazar a toda tu familia pidiendo consuelo y amor. Deseas llegar y hacer como el americano, vencer la maldita cobardía y decirles cuánto les quieres, cuánto lo sientes.

Empieza a oscurecer. Sientes un escalofrío por todo el cuerpo y tu paso se hace más ligero. Quieres llegar cuanto antes al calor de tu hogar. Deseas más que nunca disfrutar de los tuyos. El frío se apodera de tu cuerpo con más energía, tus músculos comienzan a entumecerse, tus huesos parecen fina escarcha a punto de romperse. De repente se te eriza la piel. Reflejos rojos, naranjas, azules obnubilan tu mente. Tu cerebro no quiere traducir lo que perciben tus ojos. Una vecina se acerca a ti y con un abrazo te dice lo mucho que lo siente. Y te das cuenta que es demasiado tarde para sentirlo.

Tus padres… Tu hermano… Accidente... Muertos en el acto… Un camión… El conductor… Borracho…

Todo tu mundo ha cambiado en tan solo unas horas. El frío se hace insoportable y parece desgarrar tus entrañas como cuchillas heladas. Ya no hay hogar para fundir ese hielo. Ya no queda nada en tu corazón más que un triste vacío, oscuro y frío. Y vuelves a reflexionar.

Quién sabe si esa película americana fue una señal que te susurraba a gritos que debías reaccionar, que debías vencer tu cobardía. De ese modo quizás hubieses ido con tu familia a merendar, como cuando eras un niño.

Quién sabe si esa película era un mensaje que te aconsejaba comprar una rosa con esos dos euros y sorprender a tu chica con un paseo romántico lleno de abrazos, caricias y besos.

Quién sabe si ese conductor ebrio bebía porque en su hogar nadie reconocía su trabajo, sus hijos lo despreciaban y sólo hablaban con él para discutir o pedir la paga.

Quién sabe si con un poco de valentía para superar esos miedos a expresar lo que sentimos hubiera sucedido todo de otra manera. De ser así el camionero estaría entrando por la puerta de su casa donde su mujer lo recibiría con un beso en los labios y sus hijos lo saludarían con una sonrisa y le preguntarían cómo le había ido el día.

De ser así en este momento estarías merendando con tu familia y con tu chica en lugar de encontrarte una casa vacía.

domingo, septiembre 24, 2006

Hijos de la vida

Desde que tengo uso de razón sueño con tener hijos. Creo que es parte del misterio de la vida. Toda mujer, para sentirse como tal, debe tener un hijo.

Supongo que se trata de una experiencia extraordinaria, sentir cómo tu hijo crece en tu interior, se alimenta de ti. Algunos podrían pensar que es repugnante, como un parásito que llevas en tus entrañas y que vive gracias a esa relación necesaria con su huésped. Pero es algo más, es fruto de tu ser, una parte de ti.

Respeto a las mujeres que optan por no procrear, sin embargo no las entiendo, como tampoco comprendo a los que dicen que prefieren no tener descendencia porque este mundo está demasiado corrompido para dar vida a un ser y exponerlo a los sufrimientos e injusticias propias de la existencia.

No puedo estar de acuerdo con esa filosofía. En mi opinión la vida es un imprevisto maravilloso y el mejor regalo que nos hayan podido hacer jamás. Prohibir la vida a alguien, y más a tu propio vástago, es inmoral, inhumano. Esa elección es sólo propia de los dioses. El milagro de la vida radica en que aunque mueras, una parte de ti sigue viva en tus descendientes. Mientras tus seres queridos te recuerden seguirás en este mundo, formarás parte de él y vivirás en ellos.

Los hombres no tienen el instinto paternal tan definido como las mujeres, pero aún así qué hombre no sueña con que su retoño, ese que está en el vientre de su esposa, sea un varón. Ponen como excusa que quieren un heredero, ¿es que las mujeres no tienen derecho a heredar?

La respuesta es otra muy diferente, el hijo varón lleva los genes masculinos de su progenitor, existe esa relación viril entre ambos y cuando el más viejo muera, el sucesor tomará su puesto y así vivirá en él. La única razón es la propia supervivencia.

También se dan casos de familias enormes. Hay etnias, razas, religiones y nacionalidades que se caracterizan por tener una gran descendencia. El motivo es muy claro, tú das vida y crías a tus hijos y ellos te devuelven el favor trabajando para ti y cuidándote cuando seas mayor y no te puedas valer por ti mismo. Resulta egoísta pero es así.

Mi opinión acerca de formar una familia es bien diferente. Yo tengo ese instinto maternal desde muy temprana edad pero a los quince años un acontecimiento cambió mi concepto de ser madre. Pretendo tener hijos, quizás a uno de ellos lo pariré yo misma, pero al resto los parirán otras mujeres que por un defecto en su código genético, o por injusticias de la vida, se verán obligadas a abandonar a sus descendientes. Esas madres vivirán en mis hijos, pero cuando yo muera también viviré en ellos, porque formados en mi vientre o no serán míos, serán mis hijos y les habré proporcionado todo el cariño y el amor que merecen unos hijos. Les habré facilitado una educación en base a mis ideas. Les habré infundado unas normas morales propias de mi conciencia. Habremos compartido experiencias. Habremos reído juntos. Habremos disfrutado de la vida que nos ha sido regalada. Y el resultado seré yo misma y guardarán mi recuerdo en alguna parte de sus memorias.

Estoy convencida de ello y por eso quiero adoptar. Iré en contra de familiares, de vecinos, de amigos, pero a un hijo no se le puede abandonar. Los míos aún no han nacido, pero su llanto se hace cada vez más fuerte y ninguna madre en el mundo debería ignorar su llamada.

Comprendo ciertos motivos disuasorios pero no los comparto. Me han pretendido convencer de que si tu hijo natural se convierte en un delincuente, un rebelde o no te respeta, lo asumes, porque es tu hijo. Pero si por el contrario el que sale “rana” es el adoptado entonces ya no lo asumes, comienzas a preguntarte si no habría sido mejor no adoptarlo, si no hubieses elegido a él, si no a la niñita de ojos azules que estaba en la cunita de al lado. Pero te “ha tocado” el peor. Como si de un electrodoméstico con fallos de fábrica se tratase.

Estas personas no comprenden que los hijos son el reflejo de los padres, paridos por una u otra madre siempre van a actuar conforme a su entorno, tomarán como ejemplo a sus tutores y esos son los que “tocan”, los que salen o no “ranas”.

Hay muchos niños en el mundo que viven con la esperanza de encontrar un hogar donde se les quiera y atienda como para que nos pongamos a parir y los ignoremos completamente.

Nunca más deberíamos oír: “Tengo dos hijos y una hija adoptiva”, sino, simplemente: “La vida me ha proporcionado tres hijos maravillosos”.

sábado, septiembre 16, 2006

El vecinito de al lado

Hace unos días decidí dar uno de esos paseos que todos deberíamos realizar al menos una vez al mes. Me levanté al alba y caminé hacia la playa. Es interesante pasear por la ciudad cuando ésta duerme. Se trata de un lugar diferente. Una dimensión diferente. El reloj pierde su protagonismo y las personas se saludan al pasar. Esto es lo que mi abuelo paterno llamaba “educación”, palabra que hoy en día conocen muy pocas personas. Educación para levantarte de tu asiento en el autobús y dejar que un señor mayor lo ocupe; educación para saludar al entrar en algún establecimiento; educación para echarte a un lado de la acera y permitir que la persona que viene en dirección opuesta pueda pasar. Algo que los jóvenes de hoy desconocen, tal vez porque sus padres no se lo han enseñado, aunque tener educación no significa que no puedas ser a la vez un perfecto canalla.

Deambulaba con esas reflexiones en mi cabeza cuando algo hizo que me detuviese en seco. Un sentimiento, un recuerdo de mi niñez afloró de repente. La niña que soñaba con el vecinito de al lado se encontraba descalza, el mar bañaba sus tobillos, y la brisa marina, fresca y sin olor a loción solar, impregnaba su piel de sal. El único rumor el de las olas acariciando la orilla y el alboroto de las gaviotas que sobrevolaban una traíña. Abrí los ojos y los tibios rayos del sol iluminaron esa misma estampa que guardaba escondida en mi memoria. La playa desierta, algunos pescadores reparando las redes extendidas en la arena, otros tirando del copo en el rebalaje y el silencio, el silencio armónico.

Pero el encantamiento duró poco, cubetas llenas de peces diminutos saltaban velozmente de mano en mano y decidí que era hora de marcharme de aquel lugar.

Me dirigí al centro y desayuné en la terraza de una célebre cafetería del casco antiguo. En una calle llena de recuerdos históricos que se hacen presentes cuando te detienes a observar sus edificios centenarios y te transportas a aquella época. En suma, uno de esos cafés en el que los antiguos solían reunirse para debatir temas de actualidad y escuchar a los cantaores del momento, entre ellos mi bisabuelo, “El Porrilla”.

La calle estaba desierta. Sólo nos encontrábamos Stendhal y yo, bueno y el chocolate con churros, pero el trajín de los camareros, con su eterno tintineo, aportaba una nota extraña en aquella atmósfera seductora, mientras que otro recuerdo borroso intentaba abrirse paso entre tanta hermosura. El vecinito de al lado se apoderaba otra vez de mis pensamientos.

Hay quien sueña con su vecino. Y yo era una de esas personas. Eran sueños lúcidos en los que imaginaba que el hijo de mis vecinos me mandaba rosas al colegio, me recogía en una limusina y me llevaba a almorzar a París. Sueños en los que me imaginaba junto a mi vecinito de al lado, tumbados en un manto de flores silvestres, admirando las aves mientras sonaba el aria de Papageno de fondo. Yo soñaba con mi vecino de al lado. Soñaba que paseábamos entre semillas de diente de león y que cada vez que una se posaba en mi piel pedía un deseo y éste se cumplía. Yo soñaba con mi vecino de al lado, pero luego me mudé.

Había acabado de leer un capítulo de mi vida y del libro que llevaba conmigo. Alcé la vista y ahí estaba él. Mi nuevo vecino de al lado. Con éste también sueño, pero ahora más que sueños son pesadillas.

Es triste comprobar que pasas la niñez y adolescencia queriendo hacerte mayor y cuando llegas a ser adulto comprendes que nunca queremos lo que tenemos. Ahora añoro el modo en que pensaba en mi vecino de al lado. Echo de menos esas miradas inocentes que nos dedicábamos, los saludos sinceros que nos intercambiábamos y la forma que tenía de ver el mundo.

La cafetería comenzaba a llenarse de gente, gente que dormía cuando la ciudad era mágica, cuando el vecinito de al lado que llenaba mis pensamientos era aún aquel niño de ojos confiados. El hechizo volvió a romperse y decidí que era hora de marcharme de aquel lugar.

El volver a casa no es fácil cuando la ciudad despierta. Las personas vuelven a perder la educación. Nadie se mira. Nadie saluda. Los sentidos se vuelven a agudizar, pero desgraciadamente lo hacen para sortear el tráfico, evitar empujones o impedir que te roben la cartera.

Al llegar al portal tu vecino de al lado te facilita el camino y tú te transformas en Dorothy, la chica del Mago de Oz, pero en vez de baldosas amarillas sigues el camino de notas informativas. Un itinerario de papeles adhesivos avisa de que cuando el vecino de arriba riega caen gotas en su patio, que el interruptor de la luz de la escalera hay que apretarlo muy fuerte para que funcione, que la puerta del ascensor tarda demasiado en cerrarse, que los niños al jugar en la piscina forman mucho escándalo y que la vecina de al lado, cuando se ducha, canta.

Echo de menos las notas de mi anterior vecinito de al lado, también cometía faltas de ortografía, pero él sólo tenía ocho años y aquellas eran cartas de amor.

jueves, septiembre 07, 2006

¡¡Se acabó el verano!!

Cuando se aproxima el 1 de septiembre la mayoría de los españoles entran en depresión, se quejan de volver a la rutina y al trabajo. Los niños comienzan el colegio, y las actividades deportivas, y los talleres por las tardes, y las clases de baile, y las de aeróbic, y las catequesis, y las clases de refuerzo educativo y un sin fin de actividades extraescolares que no les dejan tiempo para jugar ni para molestar a sus padres.

Por eso es muy habitual ver cómo familias enteras, achicharradas por un sol cada año más nocivo, apuran hasta el último rayo antes de salir corriendo hacia el apartamento que han alquilado junto a otras tres familias más, para hacer las maletas con prisas, sin ganas, recoger de la nevera el medio kilo de embutido que les ha sobrado de los diez que llevaban para todo el mes, y acostarse a las nueve de la noche para salir bien temprano hacia sus respectivas ciudades y no sufrir atascos. Aunque el tráfico será igual de intenso a las cinco de la madrugada que a las cinco de la tarde. El problema de las retenciones reside en el mal del poblado. Una carretera es un lugar sencillo y tranquilo hasta que deciden hacerla pasar por una población. Por esta razón yo, al contrario que el resto de los españoles, deseo que llegue el 1 de septiembre. El pueblo se queda tranquilo, sereno, la gente vuelve a la calma y la policía llega incluso a escucharte.

Mi primo de diez años dice que cuando llega el verano sufro una metamorfosis. Soy igual que un mutante aparentemente inofensivo que se transforma en engendro al entrar en un vehículo. Mi cuerpo y mi mente sufren una transmutación cada vez que se encuentran dentro de un automóvil, sobre todo si soy yo la que conduce, y mi boca no cesa de proferir insultos malsonantes y groserías a todo aquel que se cruza en mi camino. Es vergonzoso, lo sé, pero es que el verano y los coches, cuando se dan simultáneamente, me producen una reacción alérgica que desemboca en diversos síntomas, como los siguientes:

El viejecillo que avanza a 5km/h ocupando los dos carriles, y sin dar opción a adelantarlo, me produce sudores fríos.

El macarra que conduce una de esas discotecas ambulantes, a las que llaman coches, llena de luces, pegatinas, plásticos y alerones multicolores, y que emana ese extraño zumbido que martillea los oídos a 140 decibelios, me produce jaqueca y dolor ocular.

El dominguero que lleva la furgoneta cargada de niños, colchonetas, barbacoas, sombrillas, toallas, la suegra, la mujer y el perro, y se para en medio de la calzada a descargar los bártulos, produciendo una cola kilométrica y desatando la ira colectiva (que en verano está a flor de piel), me produce urticaria.

Y los policías, que se supone que están para cumplir su función, que no es otra que la policial, o lo que es lo mismo, velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, nunca aparecen. Y quizás sean éstos últimos, a los que he bautizado como el “prurito” del verano, los que peor le sientan a mi salud.

Para explicarlo no hay nada mejor que una anécdota personal. No entiendo cómo un tipo que se salta un stop y empotra su coche contra el mío, tiene la cara tan dura como para salir de su vehículo y cantarme las cuarenta, a mí, como si fuese yo la culpable de la situación. Pero claro, según el buen hombre, donde yo debería estar es fregando los platos y no conduciendo libremente por ahí y haciendo que los buenos ciudadanos estampen la silueta de sus automóviles en mi coche…

Que si no llega a ser porque yo sí tengo educación y porque no llevo sellos en los dedos la silueta que le estampaba yo sería la de mis iniciales en la cara, para que se acordara de mí, al más puro estilo del Zorro.

Mientras ocurría toda esta aventura me convencí de que los policías al pasar las pruebas físicas no les hacen un reconocimiento auditivo. A menos de cien metros se encontraba una pareja de agentes, que saboreaban un café en la barra de un antro, y practicaban sus artes de seducción con dos simpáticas jovencitas ignorando la situación. Voy a proponer al ayuntamiento que la paga extra de verano de las fuerzas del orden sea un vale para comprar un audífono, bueno, mejor que escriban sonotone, vaya a ser que crean que se trata de un móvil de última generación...

Pues eso, entre que el buen señor pretendía hacerme ver cuál era mi puesto en la sociedad, el “prurito” que se encontraba a cien metros de distancia ajeno a todo, y la fila de coches de domingueros impacientes que no paraban de hacer sonar sus bocinas, me dio un choque anafiláctico y me desmayé. No recuerdo nada más.

Sólo sé que cuando abrí los ojos estaba en mi cama, el despertador de la radio sonaba, pero nunca me había alegrado tanto de que lo hiciera como aquel día: -Pi, pi, piiiiiiiiiiii. Son las 7:00 de la mañana del 1 de septiembre-.

miércoles, agosto 30, 2006

Estreno de sobremesa

No sé si alguna vez habréis ido al cine un domingo a las cuatro de la tarde, pero si os lo proponen negaos rotundamente. Hace unos días un amigo me invitó a ver una película que esperaba con ansia. Como los trabajadores por horas tienen los horarios que tienen, tuvimos que escoger la hora de la sobremesa, que es el único momento que mi mejor amigo tiene libre casi con seguridad. Así que cogí el auricular, marqué el número de teléfono que indicaba el panfleto del cine y me dispuse a reservar dos entradas. Respondió una taquillera, la taquillera, y con esa “dulzura” que caracteriza a toda señorita de detrás de una ventanilla me dijo:

-Multicines Los Narcisos, dígame.

No sé por qué estúpida razón tienen que nominar a los centros de ocio con nombres de plantas: Rosaleda, Alameda, Los Geranios… el que sea alérgico las lleva claras.

-¡¡Multicines Los Narcisos dígame!!

-Oh, perdone, querría saber el horario de la película esa de corsarios espadachines o piratas musculosos, vamos, de la última superproducción hollywoodiense.

-8:00, 12:00, 16:00, 20:00 y a las 24:00.

No tuve más remedio que elegir la sesión de la sobremesa ante la opción del desayuno. La verdad es que no me apetece ver vísceras colgando de la cavidad torácica de tipos peludos a esas horas de la mañana... Siete metros de tripas que llenan la pantalla... y yo con sólo un vaso de leche en el estómago. Después de tantos saltos, huidas, golpes y estocadas, la leche se te hace yogur de tantos meneos y terminas por llenar la butaca de delante de vómito con olor a requesón. Eso sí, tendrás la suerte de no manchar a nadie porque a esa hora la mayoría de los españoles están sobando. Menos el típico grupo de ancianitas que, haciendo caso a la que más oye, entran en la sala pensando que trata de rosarios religiosos en vez de corsarios peligrosos.

Eran las 15:45 cuando llegamos al multicine y fue en ese mismo instante cuando me percaté del terrible error. Oleadas de quinceañeras con trenzas y ropas multicolores se agolpaban en las taquillas con la intención de adquirir una entrada para la última peli de uno de los guaperas de moda. Comprendí que era día de estreno.

Me armé de valor y dejé que fuese mi amigo, corpulento y decidido, quien abriera paso entre el gentío, porque no había manera de avanzar en aquella mar cerrada. Por fin logramos llegar a la cola. En efecto, no cabía duda, todas las adolescentes poseídas por un ente invisible se dirigían hacia nuestra fila musitando palabras inteligibles adornadas con grititos de exaltación y risillas desvergonzadas.

Olía a progesterona por doquier y la única presencia masculina era la de mi amigo, aprovisionado hasta las trancas de golosinas diversas y la de dos acomodadores imberbes y marcados cruelmente por un acné tan eflorescente que más que granos parecían el relieve de un torcal.

Inundación de fragancias dulzonas. Niñas de escasos quince años la mar de vivaces que no dudaban en mostrar sus armas de mujer. Es increíble el poder que tiene una minifalda para conseguir que hagan la vista gorda y colar a su portadora, gratis, en la sala con más afluencia de almas de todo el multicine. Una sonrisita inocente por aquí, unos susurros lisonjeros por allá y los pobres donceles, salivilla en los labios y expresión de triunfo bobalicón en el rostro, abrían la barrera y mirándose uno al otro, victoriosos, dejaban pasar a la experimentada jovencita que con una simpática caricia en el mentón demostraba que no era la primera vez que se salía con la suya en tales menesteres.

Segundo error de la tarde, las butacas que nos fueron asignadas se encontraban situadas justo delante de la quinceañera pizpireta y de sus amigas varias. Geno, Bea, Patri, Lidia y Conchi. Me los sé, sí, y el resto de la sala también se los aprendió a base de oír a las susodichas comentar cada escena. Pero ni la lluvia de palomitas, ni las patadas en el respaldo de mi butaca y ni siquiera el ruido de las bolsas de patatas podían competir con los alaridos emanados por sus tiernas fauces cada vez que el protagonista aparecía en pantalla.

Esto es España, y si de algo me avergüenzo es de ser española en un tiempo en el que deberíamos beneficiarnos de los progresos y avances de los que disponemos, en el que deberíamos promulgar nuestra amplia y profunda historia y la riqueza cultural que poseemos y que seamos tan necios como para copiar a un país que sólo puede presumir de potencia bélica y fanatismo patriótico hacia una bandera que no representa más que la supuesta unión de un pueblo desunido y desarraigado.

Pues bien, ante tamaña situación vamos los españoles y copiamos sus insanas costumbres; como mi mejor amigo y sus manías gastronómicas, que media hora antes de la película se zampó tres hamburguesas con tanta gula que parecía que no había probado bocado hacía días y portaba su Hipermegacombo en brazos, dispuesto a ingerirlo apenas apagaran las luces. O era verdad que llevaba varios días sin comer, o quizá el sucedáneo de carne ratonil de las hamburguesas plásticas que engulló no le alimentó como es debido.

Otra manía copiada es la de las risas enlatadas. Hemos absorbido tanta carcajada electrónica que, ante cualquier estupidez, nos reímos mecánicamente. Vamos, que me tenía que haber quedado en mi casa leyendo un buen libro en vez de aguantar durante dos horas el aullido estridente de la risa de “La Geno” y sus amigas. Por no hablar de los aplausos. Aplaudir en el cine es, quizá, la mayor de las costumbres estúpidas que hemos copiado a los americanos. En los teatros los actores los agradecen, pero en los cinemas el acto de aplaudir se convierte en otra de las muchas simplezas más propias de necios que de verdaderos espectadores.

En fin, sobreviví al estreno; y estoy aquí para contarlo.

Así que si apreciáis vuestra integridad física y moral absteneos de acudir al cine en días de estreno, a no ser que la película valga realmente la pena. Aunque para saberlo no existe otra alternativa que ir a verla personalmente…

martes, agosto 22, 2006

Corazones de jabón

A veces, en la vida, hay desafíos.
A veces la edad de quien lucha no es la oportuna.
Otras veces, es el momento el equivocado.
A veces el problema es demasiado complicado.
Y a veces es la sociedad la que no quiere comprender
que en el amor sin fronteras radica el verdadero sentido de las cosas.

Os voy a contar un relato. Se trata de una historia real. Una historia que puede ocurrirle a cualquier persona, en cualquier ciudad, en cualquier país. Os quiero hablar de una historia de amor. Una historia como tantas otras, pero única al mismo tiempo, porque el amor tiene esa magia especial que hace que sea tan igual y tan diferente a la vez.

Os voy a hablar de un amor joven, fresco, discreto. Un amor que mezcla amistad, timidez, secretos, sentimientos únicos, anónimos. Pero, sobre todo, lo que diferencia a este amor del resto, es un gran sentimiento de posesión.

Amantes dominados por una atmósfera fantástica y desgraciadamente por algo más obtuso, menos armónico y más cruel: la soberanía paterna. Autoridad suprema, aderezada con toques de fervor religioso y amonestaciones denunciadas de antemano por quienes nunca han conocido el verdadero sentido de las cosas.

Dominio, detentación, abuso, poder. Es exactamente lo que abunda en esta historia y en tantas otras historias. Os quiero hablar de corazones de jabón que sobrevuelan el exterior, aislados, como burbujas herméticas de sentimientos.

Un corazón de jabón exprime el deseo de ser uno mismo en una sociedad que constantemente nos mutila las alas; en un mundo que limita nuestra personalidad hasta someternos a unas leyes impuestas por gente que se estanca en un tiempo. Por gente que no quiere abrirse a los cambios. Por quienes no progresan. Por quienes no quieren comprender el verdadero sentido de las cosas.

Esto fue lo que ocurrió con dos adolescentes, Hans y Laura.
Hans era noruego, hijo de un pastor Testigo de Jehová. Vivía con su familia en alguna parte de un pueblo de España, aunque Laura no sabía exactamente dónde. Sus padres no le permitían asistir a las fiestas, ni a las salidas y excursiones que organizaban Laura y sus amigos y ni siquiera podía ir a sus casas porque su padre decía que era pecado.

Hans acataba las normas impuestas por su progenitor, pero sólo en su presencia, y llevaba su relación con Laura en secreto para no despertar la ira de su familia. La tiranía de su padre no representaba un problema demasiado grande para él. Al menos no antes del desenlace de esta historia.

Así trascurrieron unos meses maravillosos en compañía de Laura. Se amaban, se respetaban, se complementaban. Pero un día la campanilla de casa de Laura sonó y la expresión de su cara se tornó sombría, incrédula.

Se marchaba.

Hans se iba y no volvía más.

Sus padres regresaban a Noruega y debía acompañarles.

Un beso en la mejilla, un adiós y una mirada vítrea que reflejaba destellos irisados como burbujas de jabón.

Sus corazones de disolvieron como pompas perseguidas por un niño inquieto. El hermetismo se disipó y con él se fueron los sueños. Ya no podrían volver a sobrevolar las fronteras de la ignorancia.

Muchos años más tarde he oído decir a Laura que a veces piensa en él y que por más grasa y sosa que reúna no tiene el valor suficiente para hacerlas saponificar y emulsionar las manchas de su memoria. Su corazón está lleno de burbujas diluidas que turbian palabras lejanas, borrosas:

“Perdóname, era demasiado joven y no tuve elección”.

Un corazón de jabón puede materializarse en cualquier escenario, en cualquier persona, en cualquier ciudad, en cualquier país. Existen amores extraños, difíciles, increíbles. Existen amores entre personas de nacionalidades diferentes. Existen amores entre personas de edades bien distintas. Existen amores entre personas de ambos sexos, y entre personas del mismo también.

Los que nunca han disfrutado de un corazón de jabón no ven más allá de las apariencias. Estas personas jamás entenderán que alimentar ese corazón nos hace más fuertes, nos da ánimos para seguir adelante. Quien nunca ha disfrutado de un corazón de jabón piensa que todo debe ser como dictan las normas. Pero, ¿qué normas?

Todos los que alguna vez en la vida hemos disfrutado de un corazón de jabón miramos con melancolía y emoción a aquellos que ahora poseen uno. Miramos con codicia a los ancianitos que se casan con mulatas jóvenes y ardientes porque ambos tienen su corazón de jabón. Envidiamos al ecuatoriano que se sitúa a la entrada del mercadillo, ese que sigue el son de los sonidos de su flauta con los muñones de sus piernas, porque también él tiene su corazón de jabón. Deseamos que el semáforo de la avenida cambie al rojo para que un rumano salga de entre los arbustos y nos dibuje corazones de jabón en el parabrisas lanzándonos un beso y regalándonos una sonrisa.

Los corazones de jabón trascienden las leyes del mundo real. No existe hombre capaz de disolverlos. Pero quién sabe si ya es demasiado tarde...

miércoles, agosto 09, 2006

Libertad vs. Tolerancia

Indagando en el significado de ciertas palabras he descubierto que soy racista. En realidad todos lo somos. Según el diccionario de la RAE, racista es la persona que exacerba el sentido racial de un grupo étnico, especialmente cuando convive con otro u otros. Por lo que el racismo no es malo, sino todo lo contrario. Nos permite hacer un estudio y descripción antropológicos de las razas y de los pueblos, comprobar los avances y progresos de ciertos grupos y el estancamiento de otros. ¿Qué hay de malo en exacerbar y aplaudir los avances? El color es sólo una excusa fácil para las mentes necias. Y de necios está el mundo lleno. Ya lo dijo Lope de Vega en su Arte nuevo de hacer comedias:

"escribo por el arte que inventaron

los que el vulgar aplauso pretendieron,

porque, como las paga el vulgo, es justo

hablarle en necio para darle gusto."

Es por eso que me califico como racista, porque yo discrimino a ese grupo étnico que hace distinciones por el color del pellejo. El racismo sólo posee un sentido negativo cuando la maldad humana hace acto de presencia y pretende imponer a la fuerza ese sentimiento racial.

Cada nación anima a su selección de fútbol en los mundiales, y no son considerados racistas.

-Es normal animar a los tuyos-.

Si tu hijo compite en una carrera junto con otros niños de su edad los demás padres no te miran mal si sólo lo animas a él.

-Es normal, es mi hijo-.

Pero si exacerbas el sentido racial de tu grupo étnico llueven los insultos del nubarrón social que son los no-racistas con su muletilla “libertad y tolerancia”.

Estas dos palabras son totalmente yuxtapuestas. No existe libertad con tolerancia. El muchacho de Sierra Leona que escapa de una muerte segura y atraviesa el desierto y salta vallas de seis metros arriesgando su vida sin importarle los huesos rotos y las carnes desgarradas por las alambradas, llega a España y se encuentra un mal menor, el racismo. Yo pienso que el racismo les sienta peor a los no-racistas que al chico de Sierra Leona.

Por eso, desde hace tiempo, los no-racistas pronuncian estas dos palabras en todos los informativos, debates, leyes y demás. “Libertad y tolerancia”, unidas por una conjunción copulativa. Un nexo que conecta ambos sustantivos como si de imanes se tratase. Pero yo pretendo girar los polos de estas dos palabras. Deben separarse y expresar lo que verdaderamente significan, individualmente, la una sin la otra, repeliéndose.

Aún con el diccionario de la RAE en mis manos compruebo lo siguiente:

Tolerancia:

1. tr. Sufrir, llevar con paciencia.

2. tr. Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente.

Lo mismo que un padre tolera que su hijo de cinco años le falte al respeto, igual que un muchacho tolera que se aprovechen de él para estar en el grupito de los más populares, o de la misma manera que una mujer tolera mil vejaciones por parte de su marido, el racista que no quiere ser tachado de tal modo se llama a sí mismo tolerante.

Tolerancia es la palabra más racista que conozco, porque tolerar significa aguantar al otro. Los no-racistas se proclaman tolerantes, es decir, que aguantan, que soportan. Soportar es una palabra negativa y entraña un cierto odio o molestia hacia algo o alguien. Por eso la palabra tolerante es negativa a su vez. Decir "yo soy tolerante" es igual que decir "soporto a los negros, chinos, indios..." y ya se hacen distinciones. Cuando hablas de los blancos no dices tolerante, aunque muchas veces hay que aguantar a vecinos molestos, hijos maleducados, madres pesadas... pero no los metemos en el saco de la tolerancia porque “son de los nuestros”.

Tengo amigos chinos. No sé por qué extraña razón a los españoles les ha dado por nombrar a las féminas de origen chino chinitas. A ellas les molesta, y las comprendo. Seguramente al negro de Senegal le molestaría también que le dijeran negrito, o al hijo de nuestro vecino Manolo, ese que viaja tanto, le molestaría que le dijesen, al pasar cerca de una jaima polvorienta en Marrakech, que tiene un bebé españolito muy mono. Ya me lo imagino:

-¡Ohhh, Abderrahim, mira qué españolito tan mono!-.

Tenemos dos opciones, imitar a los pulpos, jibias y camaleones y mimetizarnos con el grupo racial predominante, o progresar verdaderamente y demostrar que somos racistas de verdad porque discriminamos a esos que, independientemente del color, aún no comprenden que la piel sólo es un embalaje y que lo que realmente vale la pena es lo que reside dentro, que al fin y al cabo es del mismo color para todo el mundo.

Por esta razón me reitero y seguiré siendo racista hasta que no haya igualdad, sino diversidad, hasta que no haya tolerancia, sino integración. Porque integrar significa completar un todo con las partes que faltaban. Y es que es eso, somos como un puzzle. Pero algunos niños necios se han empeñado en separar ciertas piezas.

Sin embargo, me gusta creer que tarde o temprano llegará esa madre pesada a la que todos toleramos que les dirá que el puzzle les pertenece y que hay que cuidar lo que poseemos. Porque cada pieza forma parte de un todo y sin ellas ese todo permanece incompleto.

miércoles, agosto 02, 2006

La esencia de la vida

La infancia de Blanca fue diferente, porque Blanca era una niña diferente. Conocía el nombre de todos los insectos, minerales y reptiles del lugar. Sabía manejar una cometa, subir a los árboles y silbar como Bernardo, el pastor. Pero también sus padres eran diferentes. Iban con Blanca al acantilado a recolectar moluscos para su colección, la llevaban al río para estudiar a los renacuajos y le enseñaban cosas maravillosas sobre la naturaleza. Una vez, incluso, subió a un globo aerostático.

Blanca era una niña muy especial que lloraba cuando moría una flor y se preocupaba del agujero de ozono. Quería que todos fueran felices y se entristecía cuando veía en el telediario cómo esos niños de abdómenes hinchados permanecían inmóviles mientras nubes de moscas cegaban sus miradas perdidas.

Blanca, tan blanca como la nieve. Tan pura como la lluvia. Libre como los pájaros que vuelan en un cielo sin nubes. Niñas como Blanca no hay muchas pero yo tuve la suerte de ser una. En cambio ahora soy más negra, menos pura. Esa niña ya no quiere volar en un cielo sucio de humo que no le deja ver la sonrisa de los niños. No quiere nadar en un mar contaminado de petróleo que no le deja jugar con los peces de colores. No quiere caminar por un mundo infestado de mentiras que no le dejan conocer a las personas.

Blanca de niña estaba viva. Cuando era pequeña no existía el miedo que tienen las madres de hoy. Los coches no atropellaban a los niños en la calle porque no había coches y porque existían numerosos lugares para jugar diferentes a las calles. Cuando Blanca era niña los animales se podían acariciar sin el temor de un mordisco porque los animales de antes no mordían, simplemente jugaban.

Cuando Blanca era niña los amigos eran verdaderos amigos. Si alguien llevaba la merienda al parque siempre ofrecía el primer bocado y se inflaban de chocolates y cremas sin tener miedo del colesterol porque antes el colesterol no existía.

La amistad era más fuerte porque se jugaba más juntos, eran juegos de grupo, juegos de amigos. Los juegos eran inventados por los niños y en la tele sólo daban el telediario y algún programa cultural.

Aunque cuando Blanca era niña también surgían problemas, como por ejemplo cuando no había agua y del grifo sólo salía un ruidillo lejano. Pero Blanca cogía el agua de lluvia que había almacenado y medido con el pluviómetro casero que le había ayudado a construir su padre, su héroe. Porque los héroes de antes no tenían capa, ni la inicial en el pecho. Sólo había un héroe y se llamaba Papá, y dormía en la habitación de al lado.


Este fin de semana lo he pasado con mi padre. Hacía mucho tiempo que no compartía un día en la naturaleza con él. De niña era una actividad habitual salir con toda la familia de excursión. Visitábamos pueblos, arroyos, ríos, montañas y disfrutábamos con el paisaje. Fueron años estupendos porque no sólo gozaba de una familia de espíritu explorador, sino que lo admiraba especialmente a él, a mi padre. Un verdadero conocedor del mundo físico y natural. Me fascinaba. En mi mente de niña nacía y crecía mi atracción por la naturaleza y cuando giraba la cabeza allí estaba siempre él, levantando piedra a piedra mi amor por la vida natural, que se ha convertido en la actualidad en mi particular refugio de tranquilidad, en mi recurso infalible en ciertos días de soledad, de tristeza, de hastío... en mi secreta vía de escape.

No hay nada como huir de la prisión tecnológica y adentrarse en el aire libre para ser sólo eso, libres, y sumergirnos en esa atmósfera serena, de tranquilidad infinita, en la que percibimos las sensaciones con la mayor intensidad. Allí olvidas los ruidos de la ciudad y vuelves a recrear los sonidos del pasado; allí olvidas los humos industriales y descubres un agua como brisa fresca que fluye desde el acantilado hasta tu cara, y que te deja en la piel esa esencia dulce aunque salada, fría pero a su vez cálida.

Y es que olvidas tus obligaciones y tus empeños y casi sin querer te limitas a seguir ese sendero que te conduce hacia tu yo interior, a reencontrarte contigo mismo, a descubrir tu verdadera esencia, y te sientes aislado y solo, y eres sólo tú y tus pensamientos, y estás como en otro mundo... y escuchas una voz jovial y llena de vida - cuando más absorto estás- que te dice “¿qué flor es esa?” y su dedo apunta hacia una flor carnívora que de repente adorna tu melena. Y vuelves a la vida, y comprendes que para sentirte bien no tienes por qué escapar siempre porque, aunque la naturaleza nos proporcione grandes sensaciones, sin salir de casa encontramos refugio en las personas que nos rodean, en las personas que amamos, en los que se preocupan por nosotros y que sin querer nos impregnan de su esencia como el aire del mar nos llena sin querer de su sal.

He disfrutado el fin de semana. He vuelto a hallar a aquella niña que admiraba tanto a su padre, y que ahora siente haber perdido un poco de aquella alegría que dejamos los adultos por el camino y que nos impide expresar con la misma emoción de antes la que creo que es la verdadera esencia de la vida.

Porque a veces, cuando siento ciertos olores, sabores, sonidos vuelvo a ser Blanca, me olvido de los problemas y veo la vida con los ojos de una niña. Quizá todos podamos ser un poco más niños y quizá así las guerras, el hambre, la crueldad, la envidia, desaparezcan. Quizá aún podamos construir esa vida para nuestros vástagos, dejar de ser adultos y olvidar por un momento los problemas y jugar con nuestros hijos, escucharlos, ir con ellos a la montaña, caminar por la arena de una playa en invierno, y quizá subir también a un globo aerostático.

martes, julio 25, 2006

El poder de la minifalda

En esta sociedad prima la imagen a la sinceridad, la belleza a la personalidad, la apariencia a la identidad. Vivimos bajo una coraza de falsedad e hipocresía. No todo es lo que parece, y nada es lo que resulta ser. Habitamos en un mundo vacío, frívolo, en el cual si no estás en la onda se te suben a la espalda y te van relegando a un segundo, tercero o incluso a un cuarto plano, hasta que te encuentras inmerso en una marea de cuerpos inertes, sin rumbo ni metas donde sólo eres un átomo más de los que conforman esa masa ingente y hostil que es la humanidad.

Hemos perdido la racionalidad, no nos han quedado ni siquiera pequeños vestigios de lo que fuimos un día. Nos asalvajamos cada vez más, nos volvemos feroces y crueles con nuestros semejantes y configuramos nuevas leyes de comportamiento. Más allá de la modernidad y el desarrollo hemos vuelto a nuestros orígenes cavernarios, y es que esos rascacielos y edificios de mármol que presiden las grandes ciudades no son otra cosa que fieles reproducciones de los monolitos de piedra y de las antiguas cuevas, aquellas que nos albergaron durante tantas eras y nos protegieron de las inclemencias de un clima implacable y de unos enemigos muy diferentes de los actuales.

Hoy en día nuestro principal enemigo es nuestro semejante, muy atrás quedó ese tópico de amarás a tu prójimo como a ti mismo. Actualmente prevalece la ley de la gallardía y la opulencia. Sin ánimo de entrar en temas políticos o económicos me ceñiré, exclusivamente, a la mitificada y elogiada belleza, armadura sólida e inmune contra las bestias de nuestros tiempos.

Para una mujer es muy duro coexistir en esta sociedad porque no sólo tenemos que luchar contra todos esos grandes adversarios y el machismo imperante, sino que nuestro principal enemigo es el propio género. Es condición femenina estar siempre al acecho, en guardia, preparadas para atacar al mínimo atisbo de competencia, en un desafío continuo. Un comportamiento en el cual se vislumbran nuestros ancestros, aquellos animales salvajes que, con el ardor innato de supervivencia y propagación, defendían eternamente su territorio y su sucesión.

Por ello, no es sorprendente descubrir que para una mujer sentirse bella no tiene que recurrir al mitificado ritual de pasar cerca de una construcción para hallarse alentada por gruñidos incomprensibles, provocados por la respuesta genética de una jauría programada para responder a ese patrón de reclamo sexual, puesto que ya se sabe que es condición masculina hacer alarde de la virilidad ante cualquier posible fémina que pase cerca de su feromoneado territorio y mostrar a sus oponentes machos el poder sexual que poseen. El verdadero veredicto lo damos las propias mujeres. A veces nos enfadamos cuando caminamos por la calle y percibimos que hay otra de nuestro mismo sexo que no nos quita el ojo de encima, y pensamos ¿será lesbiana? ¿iré muy hortera? Pero no... Mujeres, sabed que cuando una congénere nos escudriña, hace muecas de desaprobación, habla con las amigas y hasta ríen entre ellas mirándonos con el rabillo del ojo no es porque seamos un raro espécimen, sino todo lo contrario. Se trata del ritual de defensa sexual empleado para proteger nuestro territorio, para hacernos con el tan ansiado poder carnal, única e infalible arma capaz de manipular al verdadero poder gubernativo, al macho dominante.

No hay mayor halago que ser insultada por una mujer. Es muy frecuente que nuestra pareja haga juicios de valor positivos hacia algunas oponentes y mecánicamente salta el dispositivo de autodefensa, nos armamos hasta los dientes y un enjambre de adjetivos descalificativos rezuma de nuestra boca como aguijones envenenados que se dirigen hacia un mismo objetivo, con ningún otro propósito que inyectar ese dardo neutralizador de fieras libidinosas.

Pero no sirve de nada... es sólo un instinto natural. Ellos seguirán siendo espectadores de una pasarela de modelos, continua, sin final, y nosotras seguiremos arponeando a la competencia. Pasan los años y nos sentimos intimidadas hasta por las amigas de nuestras hijas y frente a todos esos comportamientos nos damos cuenta que no somos tan jóvenes como antes, tan bellas.

Lo peor es cuando te toca el papel de invasora. No te puedes acercar a ninguna hembra con ánimo de sociabilizarte. Al principio todo resulta armónico, tranquilo, pero oculto entre las sombras se encuentra un traicionero propósito: obtener la información necesaria para hacerte caer en su emboscada y cuando merodea un macho en celo por los alrededores te echa las zarpas y te devora, te deja en evidencia, en ridículo o compromiso por el simple hecho de ser más atractiva que ella, y mucho peor si lo resultas para el resto de la manada…

Por el contrario, tener poco atractivo sexual tampoco es fácil en este mundo de fieras, sobre todo si eres hembra. Los machos dominantes van paseándose con arrogancia y altanería y, si no eres sugerente, el macho pasa ante ti con aires de insolencia, presunción y gallardía. Haciéndote pasar percibida cuanto más desapercibida te deja pasar. Y si tienes suerte de que se fije en ti será para utilizarte como cebo atrayente de tus compañeras más seductoras y servir sólo como conductora de esas corrientes energéticas que hacen que un macho y una hembra se sientan atraídos el uno por el otro.

Siendo hembra fértil en esta selva moderna he de decir que cuando era una cría deseaba pertenecer al grupo dominante, el de los machos. Sin embargo, ahora sé que no hay nada mejor que ser hembra. Sí, tengo muchos más enemigos, y peores que los machos, pero siempre consigo lo que quiero…

martes, julio 18, 2006

Campaña anticadenas

Al igual que yo, muchas personas estarán cansadas de recibir mensajes de padres de bebés con raras enfermedades que piden ayuda. Otras veces, en cambio, se trata de una cadena que un tal Herbert Pudstrom recibió en 1953 y ha ido viajando de mano en mano sin romperse hasta que le llegó a un amigo de un amigo de un primo lejano de Martha Moore (Austin, Texas) que no siguió la cadena y le salió urticaria por todo el cuerpo y estuvo 1250 años sin practicar el sexo. Teniendo en cuenta que la urticaria la tenía por todo el cuerpo, no sé si lo de no practicar sexo era una suerte o una desgracia... uff, ¡qué escozor!

Bueno, a lo que iba, quiero proponer algunos truquillos para reenviar sin problemas esos mensajes-cadena, si es que hay alguien a quién realmente les gusta (o si por el contrario es que les da yuyu borrarlos), y para tranquilizar al resto que sí los borra pero se queda con un nudo en la garganta pensando si han hecho bien en romper la cadena. A continuación enumero los pasos a seguir para gozar de un correo electrónico sano y libre de impurezas.

- Primer paso: seleccionar concienzudamente el material que se desea reenviar, es decir, obviar toda aquella morralla que prometa príncipes azules, noches de pasión con desconocidos o deseos que se cumplirán si reenvías el mensaje a al menos quince personas.

Piénsalo bien, ¿en serio crees que se cumplirán todas esas falacias? Despierta, los príncipes son de color carne, unos rositas, otros marrones, pero jamás azules. En toda la historia de la humanidad sólo se ha dado un caso de una persona azul, mi primo Manolito, y desestimaron el asunto cuando descubrieron que lo que ocurría era que mi tía le ponía ropitas que le oprimían demasiado el cuello.

- Segundo paso: una vez seleccionado el contenido del mensaje a reenviar y eliminado cualquier rastro de dirección ajena, debes proceder a insertar las direcciones de correo electrónico de tus contactos en la casilla CCO o BCC. De esta manera cuando reenvíes el mensaje nadie podrá ver la dirección de tus demás contactos.

Pero claro, después de haberte pasado diez minutos de selecciones, cancelaciones, eliminaciones y copias se lo envías a tu amiga Susana y ésta va y lo reenvía como le da la gana. Es más, te lo vuelve a enviar y tú, que estás harto de decirle que utilice la CCO, te lo tomas a mal y piensas que quizás sea verdad lo de las maldiciones y que puede que Susana forme parte de la gran conspiración virtual.

- Tercer paso: elimina cualquier mensaje que contenga fotos de neonatos, perritos o angelitos con musiquillas dulzonas y frases inconexas o con errores gramaticales.

Es cruel que después de un duro día de trabajo llegues a casa y te sientes tranquilamente ante el ordenador para revisar tu correo y encuentres ocho interminables mensajes de tu “amiga” Susana en el que se suceden, como en procesión, bebés travestidos de todo lo imaginable, historias inventadas por solteronas beatas y padres desesperados cuyos hijos milagrosamente siguen con vida después de cinco años y continúan pidiendo urgentemente una transfusión de sangre del grupo cero negativo.

- Cuarto paso: únete a nosotros para vencer esta grave enfermedad. Ya existen centros de desintoxicación y charlas de Reenviadores de Cadenas Anónimos. Tú también puedes ayudar. Reenvía este texto a al menos quince contactos y verás que sucederá en los próximos cinco minutos. ¡Es alucinante, no te lo pierdas! Ejem, no había hablado de las recaídas, ¿verdad? Pero… venga, ánimo, reenvía el texto, verás lo que sucede…

Lo único que percibirás será el aviso de que tu mensaje ha sido enviado con éxito, y quizás cinco minutos después recibas un mensaje de Susana que te habrá vuelto a enviar el mismo mensaje con algunos kb de más. Sí, has acertado, es lo que ocupa su lista de contactos, que como siempre ha olvidado borrar.

Con todo esto sólo quiero decir que lo único que sé es que yo borro todos y cada uno de estos mensajes cadena y sigo follando como siempre (con perdón) y sigo cagándome (sin perdón) en la madre que parió a todas las Susanas que han reenviado el mensaje a 2048945783958 contactos y tengo que bajar y bajar y bajar y bajar y bajar y bajar y bajar hasta que llego al final del mensaje y me sale otra vez el Herbert Pudstrom de los cojones.

Espero que mis palabras no hayan herido la sensibilidad del lector, pero me encuentro un tanto cabreada porque acabo de aceptar a un contacto “conocido”, que se ha hecho pasar por otra persona y se me ha presentado con la webcam en gallumbos y diciendo que estaba caliente... ¡será cerdo el tío!

Veis como en vez de caer maldiciones de que no tendréis más relaciones sexuales ocurre todo lo contrario... Aunque pensándolo bien, ahora me siento peor que el amigo del amigo del primo de Martha Moore.

martes, julio 11, 2006

Borregos

Es lamentable pero hay que admitir que en este país con el humor inteligente no se llega a ningún lado. Es necesario elegir chistes ordinarios y crear bromas estúpidas para hacer reír a un público igual de estúpido, y aunque la mayoría no lo seamos (o al menos así me gustaría creer), nos corrompe la tele-basura. No hay día en que no me exalte, enerve y hasta me cabree oyendo la tele, porque para escucharla, lo que es escucharla, aún no he reunido el valor suficiente.

Considero un abuso que incluso en los informativos salgan personas que no se sabe si han llegado hasta allí porque son hijos de quienes son, han comprado el puesto o porque hasta la educación está degenerando.

Es intolerable oír a personas, que deberían tener unos estudios, una cultura y una educación adecuados para el trabajo que desempeñan, tiran por tierra los sueños, esperanzas e ilusiones de unos padres que, con un pensamiento demasiado progresista para su época, han depositado su fe, confianza y todas sus pesetas para obtener como resultado un !ADULTO CON CARRERA!, el cual debería enriquecernos con su trabajo y conducirnos hacia niveles más amplios de conocimiento, o como mínimo informarnos, ¡¡no pido más!! En cambio sale esa niña con los pelos amarillos titubeando y haciendo de una noticia importante carnaza fresca para los programas de zapping que, eso sí, critican la programación española, pero en mi opinión fomentan la proliferación de las escuelas de mal gusto ya que los telespectadores somos tan "borregos" que consumimos ese pienso envenenado de vulgaridad al que tanto se venera.

Borregos. Eso es lo que somos, bestias dirigidas por amos que no tienen la mentalidad suficiente, o que les gusta demasiado el dinero, para preocuparse por lo que realmente importa: quién se lo proporciona. Nos venden inmundicias a precio de oro, y somos así de borregos que las pagamos a ese precio aún sabiendo que existen verdaderas joyas a precios de inmundicia, porque en esta sociedad lo que realmente vale la pena está infravalorado.

Por esta razón soy tan reservada, me guardo para mí las cosas que verdaderamente merecen la pena y, aunque es egoísta por mi parte no compartirlas con los demás, prefiero que sea así a que las destruyan del todo. Intento escapar de un mundo de borregos, en el cual yo misma me siento infectada, para no alcanzar ese punto de no retorno, en el cual sería adicta al Gran hermano, a los programas de marujeos y a los supuestos programas culturales que dejan mucho que desear.

Juré no ver Titanic por cabezonería antiborreguística, y sigo sin haberla visto. Prefiero ver las películas de las que nadie habla a aquellas en las que sale un guapito con un gran bagaje sexual a sus espaldas y que son proclamadas a los cuatro vientos. Prefiero comer una patata asada mientras doy un paseo por la playa a ir a la hamburguesería de moda a intoxicar mi cuerpo rodeada de aquellos borregos que acaban de salir del cine porque daban ese peliculón del musculitos de turno.

Sí. Soy un bicho raro y eso me molesta, pero no por el hecho de ser diferente a la gran mayoría, sino porque ellos sean diferentes a mí. Estoy un poco cansada de que la gente me juzgue negativamente cada vez que digo "no gracias, no fumo", o de que el camarero de cualquier bar me mire atónito cuando pido un zumo de tomate en lugar de la obligada cerveza y de que hasta realicen comentarios irónicos acerca de mi condición de no bebedora. Pobrecillos.

En fin, seguiré fingiendo delante de los que no me conocen y atormentando a aquellos que sí saben cómo soy en realidad, porque a veces, como ahora, pillo a alguno por banda y lo acoso con mis tonterías hasta que le da dolor de cabeza, porque es lo único que he conseguido hasta ahora…

¿Soy una incomprendida o yo no entiendo a los demás?

martes, julio 04, 2006

Terror en el supermercado


Ayer fui a hacer la compra de la semana. Es algo que odio con rotundidad. Da igual cuando vaya, siempre vuelvo a casa con dolor de cabeza debido a los sucesos acontecidos durante el proceso; como cuando me encuentro con una de esas del Club del carromóvil. Porque digo yo, con lo complicado y costoso que es sacarse el carné B, y los beneficios que obtienen tanto Tráfico como los de las autoescuelas, alguien debería protestar por la facilidad en la obtención del carné CCC (Carné del Carrito de la Compra). Este último cuesta tan sólo 1 euro y no hace falta poseer conocimientos previos, ni presentar certificados médicos, ni nada por el estilo. Por ello, no es de extrañar que señoras con los rulos puestos, adictas a telenovelas sudamericanas, cuando son sacadas por sus maridos para hacer la compra (es el único paseo que hacen juntos desde la salida de la iglesia del pueblo en su boda), se conviertan en la amenaza homicida del supermercado. Nada de atracadores enmascarados ni adolescentes toxicómanos, el peor enemigo del súper es la conductora del carrito.

Aparcan en triple fila impidiendo el paso a todo dios, driblan estantes y palés con habilidad cuestionable y empujan a los demás conductores con el morro de sus carros cual sagaz infante en una atracción de feria. Señoras, es un carrito de la compra no un coche de choque. Por no hablar de las carreras temerarias que se pegan para alcanzar el último cartón de leche en oferta. Si después de agenciarse orgullosas ese último tetra brick volviesen la vista atrás, observarían a ancianos protestándoles, latas de tomate frito rodando por los pasillos y chiquillos en el suelo, flotando sobre charcos de batido de chocolate que sus señoras madres han abierto antes de pagar; “para que el niño se esté quieto” le insistirían al encargado.

Después del largo paseo por las instalaciones llenando hasta los bordes mi carro para aprovisionarme bien, con el único objeto de llenar mi despensa y alargar al máximo el plazo de la próxima compra, me dirigí a la caja. No sé por qué extraña razón cada vez que voy a pagar nunca hay una caja vacía. Pocas cajas abiertas y colas de mínimo 8 personas, tumulto en una de ellas y una chica con llaves en la mano que corre hacia la 5 gritando con tono conciliador y automático: ¡pasen por esta caja por orden de turno!

Bien, después de diez minutos era mi turno y sólo pedía que el octogenario matrimonio de delante no se quedase en la salida del pasillo sin darme opción a ir metiendo los productos en las bolsas, para ahorrar tiempo y salir cuanto antes de aquel infierno. Pero no, fue aún peor. A la señora se le olvidó que con dos packs de callos madrileños regalaban una morcilla cebollera. Y allá que fue el señor marido, con la parsimonia y desavenencia que caracterizan a esa edad, profiriendo a regañadientes que él donde debería estar era jugando al dominó en el bar, con sus amigotes, y no comprando callos con la parienta. Y allí quedó paciente medio supermercado a la espera de que el buen señor acertase con el pasillo y adquiriese el segundo pack de callos para beneficiarse de la oferta. Cuando volvió por fin a caja la señorita cajera le informó que los que había cogido eran normales y la oferta sólo era válida para los picantones, pero ya era tarde y la partida esperaba.

Bien, ya me toca, pensé yo. Pero mi gozo en un pozo. Con el último producto la señorita cajera preguntó al anciano si poseía una de esas tarjetas travelclú, o mercaclú, o como se llamen, y después de sacar las fotos de todos los hijos, ahijados, sobrinos, nietos y bisnietos el ancianito se percató de que no llevaba con él la dichosa tarjetita, pero sí que iba a pagar con la de crédito. Una, dos, tres,… nueve veces y nada, el lector no la leía y además había rayado la banda magnética de la tarjeta. La cola ya era kilométrica y los murmullos iniciales se convertían poco a poco en quejas malsonantes.

La cajera se puso nerviosa, las fotos salieron volando y los dos billetes de cinco y toda la calderilla en euros ganados al dominó no llegaban a pagar la tremenda factura de ochenta y cuatro euros con veintidós céntimos. Así que la adorable parejita de viejecitos dejó el carrito a un lado y se fue sin compra y sin morcilla cebollera, pero con unos cuantos recuerdos para sus madres.

Cuando por fin me dirigía hacia la salida oí una voz entre quejumbrosa y apática que con tono mecánico dijo: por favor, pasen por esta caja por orden de turno…

martes, junio 27, 2006

La dislexia

Esta madrugada, mientras corregía las numerosas anotaciones que tintan de rojo mi embrionaria novela, advertí que un nuevo mensaje acababa de aparecer en mi buzón de correo electrónico. Normalmente recibo mensajes de amigos que me animan a seguir escribiendo y que me aportan sus pareceres y opiniones sobre los textos que les mando. Aprecio francamente los consejos de las personas cercanas ya que me dan fuerza y entusiasmo para seguir adelante. A veces me encuentro a la deriva entre tantas palabras, frases e ideas que el apoyo de un recio salvavidas es casi como un regalo divino.

Aunque, a decir verdad, aprecio mucho más las críticas de mis enemigos. Sin ellas me invadiría la despreocupación y me estancaría en la rutina. Es de esta última sobre la que os quiero hablar. De la crítica.

El citado mensaje, con dirección de un antiguo conocido, descalificaba cada palabra escrita por mí con tal pasión que me empujaron a seguir leyendo. Una persona que se toma tantas molestias sólo para ofender a alguien bien merece un ápice de atención. En el fondo las críticas son buenas aliadas si sabes aceptarlas y cuando alguien se toma demasiado en serio un simple texto, es que realmente ha llegado a calarle hondo.

Entre tanta palabrería, y haciendo caso omiso a las palabras malsonantes, me quedé con ciertos consejos muy válidos y sobre los cuales, desde aquí, le quiero agradecer profundamente. Uno de ellos hacía alusión a una falta ortográfica. Las faltas de ortografía son la gripe del escritor, aunque uno se vacune siempre termina por sobrevenirle, sobre todo cuando más bajo se está de defensas. Y eso es lo que me ocurrió a mí. Cometí un fallo. Es verdad. Pero me alegro de haberlo corregido, y que no os extrañe si en alguno de mis textos cometo alguna “aberración disléxica”, como diría uno de mis profesores. El tener tantas cosas en la cabeza a veces juega malas pasadas.

Yo tengo mi propia teoría de por qué pasan algunas cosas, y la dislexia al escribir y las faltas de ortografía creo que se deben a que el cerebro reestructura continuamente las denominadas carpetas de información.

Esto quiere decir que ocurre como cuando buscas algo en tu mesa de trabajo. Tienes folios, documentos, facturas y cuadernos en lugares donde no deberían estar. No encuentras los dos últimos recibos de la comunidad para terminar de archivar la carpeta de las facturas. Te faltan los folios 14 y 36 del anexo del proyecto que estás llevando a cabo. Has mezclado tus documentos de la declaración de la renta con los de tu padre.

Y claro, llega un momento en que decides comprarte un traje nuevo para la boda de tu primo porque no consigues encontrar el resguardo de la tintorería. Entonces decides que es hora de poner en orden tu escritorio, frenas en seco, te olvidas de todas las cosas que tienes pendientes de hacer y ordenas lo que ya hay. Porque si sigues recopilando información sin haber almacenado correctamente todo lo anterior se produce un caos cerebral que conduce al temido bloqueo mental.

Es como cuando entras en un centro comercial el día antes de Navidad. Luces, colores, personas, movimiento, ruido, sonidos, voces, olores, empujones... el cerebro no puede procesar tanta información en tan corto espacio de tiempo y te mareas, te baja la tensión, empiezas a sudar y sientes ganas de echar a correr hacía el exterior. Sombrío. Austero. Tranquilo. Pero sales a la calle y te ciegan las bombillas. Pasas de un estado de obnubilación total a un proceso de confusión paranoide en la que el berrido incombustible de “castañas a dos leiros el cartucho” retumba en cada resquicio de tu mente, envuelto en una extraña nubecilla de aroma penetrante.

Tienes dos opciones; aparecer a página completa en la sección de sucesos con un cuchillo ensangrentado en una mano y un cartucho de castañas en la otra; o detenerte, respirar profundamente y tratar de poner calma en tu cerebro para luego seguir adelante, entre la multitud, iluminado por cientos de papa noeles brillantes y sonrientes, oyendo los cánticos desafinados de algún coro de ancianitas y estremeciéndote cada vez que el maldito hijo de tu vecina enciende un petardo de mecha negra.

Por ello, una simple falta ortográfica te puede conducir a un estado anímico nefasto y propiciar la aparición de más errores, hasta que el texto por completo se convierte en un cartucho de castañas en el que el vocablo leiro cobra significado. O, por el contrario, puedes ceder ante la adversidad, frenarte en seco, respirar profundamente y reemprender la travesía por donde la dejaste, con nuevas fuerzas y con el semblante sereno y rebosante de gratitud.

Por esta razón, cuando terminé de leer el mensaje, añadí más anotaciones en rojo en los márgenes de mi novela y me volví a sumergir en las profundidades del argumento, agradeciendo en silencio la gran ayuda que me había proporcionado esa última crítica para resolver un párrafo que se me antojaba incompleto.