lunes, octubre 02, 2006

¿Te he dicho que te quiero?

Te quiero. A veces lo decimos de forma automática, otras en cambio ni lo hacemos. En ocasiones lo expresamos sin sentirlo y en otras muchas no nos atrevemos ni siquiera a pensarlo. El cariño se puede expresar de muchas maneras, no necesariamente con dos palabras, ni tampoco con grandes hechos. El cariño más preciado es el que ofrecemos cada día, en dosis pequeñas. Como cuando advertimos que nuestra madre se ha cortado el pelo, o cuando ofrecemos ayuda a nuestros hermanos, cuando dedicamos una sonrisa a nuestro padre, o cuando dejamos una rosa en el cabecero de la cama.

En cambio, a veces, resulta muy complicado expresarlo. Como cuando estás en el sofá de tu casa viendo una película americana y en la pantalla aparecen un padre y un hijo abrazándose y diciéndose lo mucho que se quieren después de que éste ha perdonado al chaval por no contarle que había sacado un suficiente raspado en matemáticas.

Tú te encuentras a un metro del tuyo y te revuelves en el asiento, deseando que termine la tierna escenita y con el remordimiento de que el suficiente raspado es tu nota máxima en matemáticas y que si sólo fuera esa la preocupación que le das a tu padre también le abrazarías. La escena se prolonga, empiezas a carraspear y de tanto retener el aliento comienzas a marearte.

Por fin termina la película y te vas a la calle con una sensación amarga y un sentimiento de cobardía que te impide dirigirle la palabra a tu padre y mucho menos pedirle la asignación semanal, porque el americano se la habrá ganado pero tú, con tus notas, tendrías que salir menos y estudiar más. Así que te largas sin decirle a tu padre cuánto lo sientes y lo mucho que lo quieres, con sólo dos euros para pagar tu merienda y la de la parienta y pensando en lo cobarde que eres para expresar tus sentimientos.

Vas caminando por la calle, porque el presupuesto no te llega ni para el autobús, y al girar en una esquina ves que el necio de Alfonso, ese que te cae mal desde primaria, se acaba de encontrar con su madre, la abraza, la besa y hasta le coge las bolsas de la compra. Entonces otro pensamiento-remordimiento ataca tu mente y te sientes fatal porque la última vez que besaste a tu madre fue hace ocho meses, en tu cumpleaños, y fue ella la que te besó a ti.

Llegas al portal del edificio donde vive tu novia y en el escalón encuentras a sus vecinos, dos hermanos de unos dieciocho o veinte años, que conversan amistosamente y se ríen juntos. Y vuelve la punzada a tu cerebro. Machacándote. Recordándote lo cobarde que eres para expresar lo que sientes, y sólo puedes pensar en una larga secuencia de escenas rescatadas de tu memoria en las que estás discutiendo con tu hermano, acusándolo ante tus padres, peleándote a puñetazos con él. Recuerdas sus cicatrices, sus lágrimas, sus enfados y tus desprecios, recuerdas la cantidad de castigos que ha sufrido por tu culpa. No logras encontrar una sola imagen en la que estéis como los vecinos de tu chica, sentados, conversando, compartiendo risas y secretos.

Llega tu novia, la que siempre te reprocha que no eres cariñoso con ella. Su rostro parece diferente, está algo nerviosa, seria. Te dice que tenéis que hablar. Dos horas después vuelves a tu casa con lágrimas en los ojos porque ella te ha dejado. No soportaba más tu falta de caricias, tu indiferencia, tu lejanía.

Las lágrimas no son de cobardía sino de rabia y los quince minutos que te separan de tu casa los dedicas a reflexionar, a proponerte que necesitas cambiar. Es fácil no hacer nada, mantenerse pasivo ante todo, pero así se pierden muchos momentos preciosos en la vida. Deseas llegar a tu casa y abrazar a toda tu familia pidiendo consuelo y amor. Deseas llegar y hacer como el americano, vencer la maldita cobardía y decirles cuánto les quieres, cuánto lo sientes.

Empieza a oscurecer. Sientes un escalofrío por todo el cuerpo y tu paso se hace más ligero. Quieres llegar cuanto antes al calor de tu hogar. Deseas más que nunca disfrutar de los tuyos. El frío se apodera de tu cuerpo con más energía, tus músculos comienzan a entumecerse, tus huesos parecen fina escarcha a punto de romperse. De repente se te eriza la piel. Reflejos rojos, naranjas, azules obnubilan tu mente. Tu cerebro no quiere traducir lo que perciben tus ojos. Una vecina se acerca a ti y con un abrazo te dice lo mucho que lo siente. Y te das cuenta que es demasiado tarde para sentirlo.

Tus padres… Tu hermano… Accidente... Muertos en el acto… Un camión… El conductor… Borracho…

Todo tu mundo ha cambiado en tan solo unas horas. El frío se hace insoportable y parece desgarrar tus entrañas como cuchillas heladas. Ya no hay hogar para fundir ese hielo. Ya no queda nada en tu corazón más que un triste vacío, oscuro y frío. Y vuelves a reflexionar.

Quién sabe si esa película americana fue una señal que te susurraba a gritos que debías reaccionar, que debías vencer tu cobardía. De ese modo quizás hubieses ido con tu familia a merendar, como cuando eras un niño.

Quién sabe si esa película era un mensaje que te aconsejaba comprar una rosa con esos dos euros y sorprender a tu chica con un paseo romántico lleno de abrazos, caricias y besos.

Quién sabe si ese conductor ebrio bebía porque en su hogar nadie reconocía su trabajo, sus hijos lo despreciaban y sólo hablaban con él para discutir o pedir la paga.

Quién sabe si con un poco de valentía para superar esos miedos a expresar lo que sentimos hubiera sucedido todo de otra manera. De ser así el camionero estaría entrando por la puerta de su casa donde su mujer lo recibiría con un beso en los labios y sus hijos lo saludarían con una sonrisa y le preguntarían cómo le había ido el día.

De ser así en este momento estarías merendando con tu familia y con tu chica en lugar de encontrarte una casa vacía.