domingo, septiembre 24, 2006

Hijos de la vida

Desde que tengo uso de razón sueño con tener hijos. Creo que es parte del misterio de la vida. Toda mujer, para sentirse como tal, debe tener un hijo.

Supongo que se trata de una experiencia extraordinaria, sentir cómo tu hijo crece en tu interior, se alimenta de ti. Algunos podrían pensar que es repugnante, como un parásito que llevas en tus entrañas y que vive gracias a esa relación necesaria con su huésped. Pero es algo más, es fruto de tu ser, una parte de ti.

Respeto a las mujeres que optan por no procrear, sin embargo no las entiendo, como tampoco comprendo a los que dicen que prefieren no tener descendencia porque este mundo está demasiado corrompido para dar vida a un ser y exponerlo a los sufrimientos e injusticias propias de la existencia.

No puedo estar de acuerdo con esa filosofía. En mi opinión la vida es un imprevisto maravilloso y el mejor regalo que nos hayan podido hacer jamás. Prohibir la vida a alguien, y más a tu propio vástago, es inmoral, inhumano. Esa elección es sólo propia de los dioses. El milagro de la vida radica en que aunque mueras, una parte de ti sigue viva en tus descendientes. Mientras tus seres queridos te recuerden seguirás en este mundo, formarás parte de él y vivirás en ellos.

Los hombres no tienen el instinto paternal tan definido como las mujeres, pero aún así qué hombre no sueña con que su retoño, ese que está en el vientre de su esposa, sea un varón. Ponen como excusa que quieren un heredero, ¿es que las mujeres no tienen derecho a heredar?

La respuesta es otra muy diferente, el hijo varón lleva los genes masculinos de su progenitor, existe esa relación viril entre ambos y cuando el más viejo muera, el sucesor tomará su puesto y así vivirá en él. La única razón es la propia supervivencia.

También se dan casos de familias enormes. Hay etnias, razas, religiones y nacionalidades que se caracterizan por tener una gran descendencia. El motivo es muy claro, tú das vida y crías a tus hijos y ellos te devuelven el favor trabajando para ti y cuidándote cuando seas mayor y no te puedas valer por ti mismo. Resulta egoísta pero es así.

Mi opinión acerca de formar una familia es bien diferente. Yo tengo ese instinto maternal desde muy temprana edad pero a los quince años un acontecimiento cambió mi concepto de ser madre. Pretendo tener hijos, quizás a uno de ellos lo pariré yo misma, pero al resto los parirán otras mujeres que por un defecto en su código genético, o por injusticias de la vida, se verán obligadas a abandonar a sus descendientes. Esas madres vivirán en mis hijos, pero cuando yo muera también viviré en ellos, porque formados en mi vientre o no serán míos, serán mis hijos y les habré proporcionado todo el cariño y el amor que merecen unos hijos. Les habré facilitado una educación en base a mis ideas. Les habré infundado unas normas morales propias de mi conciencia. Habremos compartido experiencias. Habremos reído juntos. Habremos disfrutado de la vida que nos ha sido regalada. Y el resultado seré yo misma y guardarán mi recuerdo en alguna parte de sus memorias.

Estoy convencida de ello y por eso quiero adoptar. Iré en contra de familiares, de vecinos, de amigos, pero a un hijo no se le puede abandonar. Los míos aún no han nacido, pero su llanto se hace cada vez más fuerte y ninguna madre en el mundo debería ignorar su llamada.

Comprendo ciertos motivos disuasorios pero no los comparto. Me han pretendido convencer de que si tu hijo natural se convierte en un delincuente, un rebelde o no te respeta, lo asumes, porque es tu hijo. Pero si por el contrario el que sale “rana” es el adoptado entonces ya no lo asumes, comienzas a preguntarte si no habría sido mejor no adoptarlo, si no hubieses elegido a él, si no a la niñita de ojos azules que estaba en la cunita de al lado. Pero te “ha tocado” el peor. Como si de un electrodoméstico con fallos de fábrica se tratase.

Estas personas no comprenden que los hijos son el reflejo de los padres, paridos por una u otra madre siempre van a actuar conforme a su entorno, tomarán como ejemplo a sus tutores y esos son los que “tocan”, los que salen o no “ranas”.

Hay muchos niños en el mundo que viven con la esperanza de encontrar un hogar donde se les quiera y atienda como para que nos pongamos a parir y los ignoremos completamente.

Nunca más deberíamos oír: “Tengo dos hijos y una hija adoptiva”, sino, simplemente: “La vida me ha proporcionado tres hijos maravillosos”.

sábado, septiembre 16, 2006

El vecinito de al lado

Hace unos días decidí dar uno de esos paseos que todos deberíamos realizar al menos una vez al mes. Me levanté al alba y caminé hacia la playa. Es interesante pasear por la ciudad cuando ésta duerme. Se trata de un lugar diferente. Una dimensión diferente. El reloj pierde su protagonismo y las personas se saludan al pasar. Esto es lo que mi abuelo paterno llamaba “educación”, palabra que hoy en día conocen muy pocas personas. Educación para levantarte de tu asiento en el autobús y dejar que un señor mayor lo ocupe; educación para saludar al entrar en algún establecimiento; educación para echarte a un lado de la acera y permitir que la persona que viene en dirección opuesta pueda pasar. Algo que los jóvenes de hoy desconocen, tal vez porque sus padres no se lo han enseñado, aunque tener educación no significa que no puedas ser a la vez un perfecto canalla.

Deambulaba con esas reflexiones en mi cabeza cuando algo hizo que me detuviese en seco. Un sentimiento, un recuerdo de mi niñez afloró de repente. La niña que soñaba con el vecinito de al lado se encontraba descalza, el mar bañaba sus tobillos, y la brisa marina, fresca y sin olor a loción solar, impregnaba su piel de sal. El único rumor el de las olas acariciando la orilla y el alboroto de las gaviotas que sobrevolaban una traíña. Abrí los ojos y los tibios rayos del sol iluminaron esa misma estampa que guardaba escondida en mi memoria. La playa desierta, algunos pescadores reparando las redes extendidas en la arena, otros tirando del copo en el rebalaje y el silencio, el silencio armónico.

Pero el encantamiento duró poco, cubetas llenas de peces diminutos saltaban velozmente de mano en mano y decidí que era hora de marcharme de aquel lugar.

Me dirigí al centro y desayuné en la terraza de una célebre cafetería del casco antiguo. En una calle llena de recuerdos históricos que se hacen presentes cuando te detienes a observar sus edificios centenarios y te transportas a aquella época. En suma, uno de esos cafés en el que los antiguos solían reunirse para debatir temas de actualidad y escuchar a los cantaores del momento, entre ellos mi bisabuelo, “El Porrilla”.

La calle estaba desierta. Sólo nos encontrábamos Stendhal y yo, bueno y el chocolate con churros, pero el trajín de los camareros, con su eterno tintineo, aportaba una nota extraña en aquella atmósfera seductora, mientras que otro recuerdo borroso intentaba abrirse paso entre tanta hermosura. El vecinito de al lado se apoderaba otra vez de mis pensamientos.

Hay quien sueña con su vecino. Y yo era una de esas personas. Eran sueños lúcidos en los que imaginaba que el hijo de mis vecinos me mandaba rosas al colegio, me recogía en una limusina y me llevaba a almorzar a París. Sueños en los que me imaginaba junto a mi vecinito de al lado, tumbados en un manto de flores silvestres, admirando las aves mientras sonaba el aria de Papageno de fondo. Yo soñaba con mi vecino de al lado. Soñaba que paseábamos entre semillas de diente de león y que cada vez que una se posaba en mi piel pedía un deseo y éste se cumplía. Yo soñaba con mi vecino de al lado, pero luego me mudé.

Había acabado de leer un capítulo de mi vida y del libro que llevaba conmigo. Alcé la vista y ahí estaba él. Mi nuevo vecino de al lado. Con éste también sueño, pero ahora más que sueños son pesadillas.

Es triste comprobar que pasas la niñez y adolescencia queriendo hacerte mayor y cuando llegas a ser adulto comprendes que nunca queremos lo que tenemos. Ahora añoro el modo en que pensaba en mi vecino de al lado. Echo de menos esas miradas inocentes que nos dedicábamos, los saludos sinceros que nos intercambiábamos y la forma que tenía de ver el mundo.

La cafetería comenzaba a llenarse de gente, gente que dormía cuando la ciudad era mágica, cuando el vecinito de al lado que llenaba mis pensamientos era aún aquel niño de ojos confiados. El hechizo volvió a romperse y decidí que era hora de marcharme de aquel lugar.

El volver a casa no es fácil cuando la ciudad despierta. Las personas vuelven a perder la educación. Nadie se mira. Nadie saluda. Los sentidos se vuelven a agudizar, pero desgraciadamente lo hacen para sortear el tráfico, evitar empujones o impedir que te roben la cartera.

Al llegar al portal tu vecino de al lado te facilita el camino y tú te transformas en Dorothy, la chica del Mago de Oz, pero en vez de baldosas amarillas sigues el camino de notas informativas. Un itinerario de papeles adhesivos avisa de que cuando el vecino de arriba riega caen gotas en su patio, que el interruptor de la luz de la escalera hay que apretarlo muy fuerte para que funcione, que la puerta del ascensor tarda demasiado en cerrarse, que los niños al jugar en la piscina forman mucho escándalo y que la vecina de al lado, cuando se ducha, canta.

Echo de menos las notas de mi anterior vecinito de al lado, también cometía faltas de ortografía, pero él sólo tenía ocho años y aquellas eran cartas de amor.

jueves, septiembre 07, 2006

¡¡Se acabó el verano!!

Cuando se aproxima el 1 de septiembre la mayoría de los españoles entran en depresión, se quejan de volver a la rutina y al trabajo. Los niños comienzan el colegio, y las actividades deportivas, y los talleres por las tardes, y las clases de baile, y las de aeróbic, y las catequesis, y las clases de refuerzo educativo y un sin fin de actividades extraescolares que no les dejan tiempo para jugar ni para molestar a sus padres.

Por eso es muy habitual ver cómo familias enteras, achicharradas por un sol cada año más nocivo, apuran hasta el último rayo antes de salir corriendo hacia el apartamento que han alquilado junto a otras tres familias más, para hacer las maletas con prisas, sin ganas, recoger de la nevera el medio kilo de embutido que les ha sobrado de los diez que llevaban para todo el mes, y acostarse a las nueve de la noche para salir bien temprano hacia sus respectivas ciudades y no sufrir atascos. Aunque el tráfico será igual de intenso a las cinco de la madrugada que a las cinco de la tarde. El problema de las retenciones reside en el mal del poblado. Una carretera es un lugar sencillo y tranquilo hasta que deciden hacerla pasar por una población. Por esta razón yo, al contrario que el resto de los españoles, deseo que llegue el 1 de septiembre. El pueblo se queda tranquilo, sereno, la gente vuelve a la calma y la policía llega incluso a escucharte.

Mi primo de diez años dice que cuando llega el verano sufro una metamorfosis. Soy igual que un mutante aparentemente inofensivo que se transforma en engendro al entrar en un vehículo. Mi cuerpo y mi mente sufren una transmutación cada vez que se encuentran dentro de un automóvil, sobre todo si soy yo la que conduce, y mi boca no cesa de proferir insultos malsonantes y groserías a todo aquel que se cruza en mi camino. Es vergonzoso, lo sé, pero es que el verano y los coches, cuando se dan simultáneamente, me producen una reacción alérgica que desemboca en diversos síntomas, como los siguientes:

El viejecillo que avanza a 5km/h ocupando los dos carriles, y sin dar opción a adelantarlo, me produce sudores fríos.

El macarra que conduce una de esas discotecas ambulantes, a las que llaman coches, llena de luces, pegatinas, plásticos y alerones multicolores, y que emana ese extraño zumbido que martillea los oídos a 140 decibelios, me produce jaqueca y dolor ocular.

El dominguero que lleva la furgoneta cargada de niños, colchonetas, barbacoas, sombrillas, toallas, la suegra, la mujer y el perro, y se para en medio de la calzada a descargar los bártulos, produciendo una cola kilométrica y desatando la ira colectiva (que en verano está a flor de piel), me produce urticaria.

Y los policías, que se supone que están para cumplir su función, que no es otra que la policial, o lo que es lo mismo, velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, nunca aparecen. Y quizás sean éstos últimos, a los que he bautizado como el “prurito” del verano, los que peor le sientan a mi salud.

Para explicarlo no hay nada mejor que una anécdota personal. No entiendo cómo un tipo que se salta un stop y empotra su coche contra el mío, tiene la cara tan dura como para salir de su vehículo y cantarme las cuarenta, a mí, como si fuese yo la culpable de la situación. Pero claro, según el buen hombre, donde yo debería estar es fregando los platos y no conduciendo libremente por ahí y haciendo que los buenos ciudadanos estampen la silueta de sus automóviles en mi coche…

Que si no llega a ser porque yo sí tengo educación y porque no llevo sellos en los dedos la silueta que le estampaba yo sería la de mis iniciales en la cara, para que se acordara de mí, al más puro estilo del Zorro.

Mientras ocurría toda esta aventura me convencí de que los policías al pasar las pruebas físicas no les hacen un reconocimiento auditivo. A menos de cien metros se encontraba una pareja de agentes, que saboreaban un café en la barra de un antro, y practicaban sus artes de seducción con dos simpáticas jovencitas ignorando la situación. Voy a proponer al ayuntamiento que la paga extra de verano de las fuerzas del orden sea un vale para comprar un audífono, bueno, mejor que escriban sonotone, vaya a ser que crean que se trata de un móvil de última generación...

Pues eso, entre que el buen señor pretendía hacerme ver cuál era mi puesto en la sociedad, el “prurito” que se encontraba a cien metros de distancia ajeno a todo, y la fila de coches de domingueros impacientes que no paraban de hacer sonar sus bocinas, me dio un choque anafiláctico y me desmayé. No recuerdo nada más.

Sólo sé que cuando abrí los ojos estaba en mi cama, el despertador de la radio sonaba, pero nunca me había alegrado tanto de que lo hiciera como aquel día: -Pi, pi, piiiiiiiiiiii. Son las 7:00 de la mañana del 1 de septiembre-.