jueves, agosto 28, 2008

¿Acaso no sufre una rosa?

Se llamaba Perséfone y tenía la belleza de un atardecer. Su apariencia era como la de una de esas diosas griegas que adornan con su sensualidad las entradas palaciegas de las villas antiguas. Los cabellos se mecían entre las ondas de su cuerpo, como rizos de trigo que navegan con el viento. Espigas de carbón azabache a merced de unos deliciosos movimientos, dueños de danzas sensuales y anónimos cortejos. Sus ojos eran insondables y reflejaban un mundo interior casi insoportable, ojos que hablaban de silencios, ojos que pedían a gritos ser entendidos.

La casaron muy joven, apenas había dejado de jugar con muñecas. Pensaba que todo sería como en sus juegos inocentes, donde el príncipe valiente se casa con la chiquilla humilde y la transforma en su reina.

Pero era demasiado joven y sus sueños demasiado puros. Su marido resultó ser un hombre tosco, amante de lo carnal, lascivo y vulgar que no compartía con ella más que el lecho y la mesa. Una mente atrofiada, estancada en una época pasada y sin ganas de progresar. Sólo entendía de cuentas, negocios, prostitutas y dinero.

Le acompañaba una prole de clones, todos varones, que seguían los pasos de su progenitor. Alevines autoritarios, exigentes y egoístas que usaban a la que les dio la vida como sierva obediente de cada uno de sus caprichos.

Perséfone se sentía desdichada, aunque no le faltaba nada. Tenía unos hijos, un hogar y un marido que traía dinero abundante a casa todas las semanas. “¿Qué más querrá esta descarada?”

Desear. Ella deseaba cosas que nunca había tenido y que nunca jamás tendría. Recluida en aquellos muros inexpugnables de su cárcel hogareña pasaba los días, los meses, los años y se iba marchitando mientras soñaba. Veía rotar el tiempo en su reloj biológico e, impotente, en aquella prisión secular donde lo epicúreo bullía en silencio y se veía eclipsado por la obligación marital, el tiempo pasaba, y el deseo se acrecentaba aun más.

Imaginaba paseos por el bosque aferrada a una mano comprensiva, conversando con una mente abierta y libre de valores represivos.

Imaginaba cenas a la luz de la luna, esa misma que le iluminaba el rostro las noches que pasaba en vela haciendo cuentas de con cuál de sus amantes estaría su marido aquella noche.

Estaba sumida en esos pensamientos cuando cerca de allí, en el tenderete de las flores, una voz dulce y grave la despertó de su letargo reflexivo.

-¿Cuánto es?
-6,50. Gracias.

- ¿Sabe que no hay dinero que compre belleza tan exquisita? Permítame el placer de regalar una rosa a la flor más bella de este jardín.

Perséfone giró la cabeza. El hombre maduro, canoso y un poco encorvado por la edad que le acababa de ofrecer una flor, mantenía ahora un monólogo filosófico con Puri, la verdulera. La misma cuyos alaridos, dos minutos antes, llenaban el mercado desgañitando ofertas increíbles acerca de la frescura de sus lechugas un tanto lacias.

“Muchas gracias señor Hermes. Le espero mañana con las granadas que le he prometido, las mejores de mi huerta, solo para usted, siempre que me las describa como me ha descrito hoy las remolachas.”

Aquel día Perséfone no quería fruta, ¿o si? Se encontraba frente a aquel corrillo de curiosas que acosaba a la verdulera con millones de preguntas. ¿Quién es ese? ¿Es nuevo en el pueblo? ¿Cómo sabes su nombre?

Desistió, ese día no habría fruta de postre. No le apetecía entrar a formar parte de aquel patio de vecinas cotillas que se interesaban por un hombre ajeno a sus familias, ¿o sí...?

Abandonó el mercado. Llegó a casa, colocó la cacerola en el fuego, cortó las verduras y puso la mesa.
Al rato llamó a su familia a comer.
Más tarde, mientras lavaba los platos pensó: “Mañana tendremos granadas de postre.”