viernes, octubre 17, 2008

Sectarios y sectas

Tengo un sueño que se repite desde hace varias noches. Entro en una especie de templo. Cuando mis ojos se acostumbran a la falta de luz me doy cuenta de que estoy completamente sola. Comienzo a caminar muy despacio y cada uno de mis pasos resuena gravemente entre las bóvedas del edificio. Es un lugar frío, tenebroso y oscuro, cubierto de imágenes de sufrimiento y dolor. La oscuridad se mezcla a trazos con la luz de unas velas colocadas en torno a algunas imágenes siniestras, o a los lados de algo parecido a un altar. Llego hasta el final del templo y el penetrante olor a resina quemada y la visión de aquellas imágenes dolorosas hacen que me dé vueltas la cabeza.

De repente oigo unos cánticos y el sonido de pasos que se aproximan. Una masa ingente de adeptos a la secta camina como borregos siguiendo al único cimarrón. Me escondo en un rincón detrás de una imagen sangrienta. Los fieles responden al líder mecánicamente, son frases repetitivas, casi inteligibles, con una cadencia monótona y continua que da pavor. Se levantan, se sientan, se arrodillan y postran ante su ídolo. Más cánticos y más ecolalias colectivas y, en medio de éstas, el representante de la secta osa tratarlos como borregos, los llama su rebaño y se autodenomina pastor de semejante manada.

A medida que avanza la ceremonia me voy estremeciendo aún más. A un cierto punto unos pocos adeptos se alejan hacia un baúl donde en su interior se encuentra el cuerpo inerte de un inocente. Lo llevan hasta el altar y lo hacen pedacitos pequeños que son repartidos entre los presentes, los cuales los engullen parsimoniosamente acompañándolos de sorbos de su sangre depositada en un cáliz de plata. Ante este acto caníbal comienzo a temer por mi propia integridad y me introduzco aún más en mi escondrijo.

De repente se hace un vacío en mi sueño y poco después me encuentro en una sala. Ahora soy invisible, o quizás paso inadvertida entre la gente porque nadie parece prestarme atención, es como si fuera uno más de ellos. Me encuentro sentada ante una gran mesa y rodeada de niños. Se me eriza la piel cuando advierto que un adulto pretende inculcar la doctrina también a los críos. Da miedo el modo en el que instruyen a los más jóvenes con cancioncitas, juegos y actividades lúdicas y de convivencia con el único objetivo de difundir la ideología de la secta. Captan adeptos de todas las edades, pero sobre todo se dirigen a los sujetos más débiles prometiéndoles la salvación a cambio de obediencia, respeto y dinero. Sobre todo dinero.

Vuelve a hacerse un vacío en mi sueño y vuelvo a encontrarme en el templo. Allí sólo veo hombres, vestidos con trajes caros y rodeados de una atmósfera de opulencia y poder. Sólo unos pocos privilegiados al mando del resto de fieles, con trajes y aires más modestos, que pretenden alcanzar a su vez un nivel de poder aún mayor. Y por último los súbditos, aquellos a los que se les lava el cerebro. En este grupo también entran a formar parte las mujeres, a las que obligan a llevar unos atuendos que las cubren por completo y que ocupan un lugar ínfimo en la pirámide. Al parecer sólo son útiles por su mano de obra, para la limpieza de las dependencias, la preparación de comidas, la costura de los trajes de los representantes y el cuidado de los enfermos. No pueden aspirar a más, es imposible en ese mundo de hombres. El resto del tiempo lo dedican a rezos mecánicos ante las imágenes dolorosas y oscuras del templo.

De pronto el cimarrón del rebaño, el pastor de borregos que estaba ocupado en colocarse adecuadamente su traje de ceremonias, se queda quieto súbitamente, gira su cabeza hacia donde yo me encontraba escondida y me dedica una mirada pétrea. Comienza a acercarse con pasos lentos y firmes y, sin dejar de sostenerme la mirada con sus ojos de piedra, levanta los brazos y se vuelvo todo blanco debido a una luz cegadora.

A continuación oigo a mi madre que grita colmada de júbilo:
-¡Cariño despierta, hoy es el día de tu Primera Comunión!

martes, octubre 14, 2008

Amarezza

Tutto come prima. Niente era cambiato in dieci anni. Macarena, uscendo dalla stazione, si ritrovò immersa nei rumori, negli odori, nell’atmosfera della “sua” città. Perché aveva aspettato tanto per tornare? Si incamminò lentamente, pensierosa, verso il taxi con la luce rossa che la aspettava vicino alle scale dell’ingresso della “Estación Central”. Il numero di cellulare e l’indirizzo della casa di César scorrevano in fiumi d’inchiostro blu nel pezzo di fazzoletto di carta in cui glielo aveva scritto dieci anni prima, quando si salutarono per sempre senza saperlo.

Il taxi arrivò a destinazione. Pioveva ancora e Macarena rimase alcuni secondi in macchina dopo aver pagato la corsa, gli occhi fissi in quel pezzo di fazzoletto vecchio e giallastro per il passare del tempo. Non si vedevano alcuni numeri ma cosa importava ormai. Era tardi per parlare con il proprietario di quel numero di cellulare. Era tardi... non c’era più... César era sparito per sempre e adesso si trovava chissà dove. Esisteva un cielo per lui? O magari la sua anima si era persa nel nulla per sempre?

Macarena scese dal taxi e si indirizzò verso la casa gialla con mattoni a vista all’angolo della strada. La porta era aperta e decine di conosciuti e sconosciuti riempivano l’ingresso, il soggiorno, la cucina. Una marea di vestiti neri e volti seri e alcune lacrime davano il benvenuto a quelli che arrivavano.

Pilar, la migliore amica di César si avvicinò a Macarena e con tono secco e distante le fece sapere che César, da quando era stato mollato da lei, non si era mai ripreso e ogni giorno sembrava più triste e malato. Lei aveva cercato di tirarlo su, addirittura gli aveva fatto conoscere una ragazza molto carina e simpatica con cui era riuscito ad uscire per due anni, ma che alla fine aveva lasciato perchè non l’amava, perchè i suoi pensieri erano lontani, in un altro paese a migliaia di chilometri.

Macarena non sapeva cosa dire e rispose solamente con un profondo e amaro “lo siento”, mi dispiace. Non era sua intenzione fare del male a César ma sarebbe stato ipocrita rimanere insieme a lui se per lei, la storia, ormai era finita.

Rimase in quella casa solo il tempo sufficiente per dare l’estremo saluto a César, ormai sordo e cieco, freddo e inerte... morto. Si avvicinò al suo feretro e rimase cosi, ferma, gli occhi fissi come nel taxi. Anche César sembrava vecchio e giallo come il fazzoletto di carta con il suo numero, ma cosa importava ormai. Era tardi e lei doveva partire.

Le luci della città si facevano più fioche e lontane e Macarena, osservandole dal treno in corsa, provò un senso di profonda amarezza.