miércoles, diciembre 23, 2009

OLIVETO



Condire o non condire,

questo è il dilemma:

se sia più nobile per il palato

sopportare gli ortaggi,

i lessi e i cardi dell'iniqua dispensa

o prendere salse

verso un mare di intingoli

e conditi mangiarli.

miércoles, diciembre 16, 2009

ROMOLIO E GIOLIVETTA



“Che significa Uomoliva?

Nulla: non una foglia,

non una radice, non un rametto,

non la chioma, né un’altra parte qualunque

del tronco d’un albero.

Che cosa c’è in un nome?

Ciò che noi conosciamo con il nome di olio,

anche se lo conoscessimo con un’altro nome,

serberebbe pur sempre lo stesso intenso sapore.”

miércoles, diciembre 09, 2009

NADIE DIJO QUE FUERA FÁCIL

Ayer me mandaron un e-mail con este artículo de Arturo Pérez-Reverte. Hoy cumplo los 30, e indirectamente el texto es como un regalo que me ofrece uno de mis escritores actuales preferidos.


NADIE DIJO QUE FUERA FÁCIL

Todo el mérito es tuyo; tienes mi palabra de honor. Quizá el botín de tan larga campaña –y lo que te queda todavía– no sea lo dorado y brillante que uno espera cuando la inicia, a los doce o trece años, con los ojos fascinados de quien se dispone a la aventura. Pero es un botín, es tuyo, es lo que hay, y es, te lo aseguro, mucho más de lo que la mayor parte de quienes te rodean obtendrán en su miserable y satisfecha vida. Tú has abordado naves más allá de Orión, recuerda. Tienes la mirada de los cien metros, esa que siempre te hará diferente hasta el final. Fuiste, vas, irás, esos cien metros más lejos que los otros; y durante la carrera, hasta que suene el disparo que le ponga fin, habrás sido tú y habrás sido libre, en vez de quedarte de rodillas, cómoda y estúpida, aguardando.

Ahora sabes que todo merece la pena. La larga travesía por ese mundo de méritos numéricos y ausencia de reconocimiento, donde te viste obligada a arrastrar contigo al niño de papá, al tonto del haba, al inútil carne de matadero, con tal de llevar a buen término el trabajo para el que te bastabas en solitario. Has crecido y sabes que las oportunidades no estaban en los otros, sino en ti. Que no había nada malo en aquella chica tímida que se llevaba libros a las horas libres de tutoría; que buscaba la mirada de los profesores inteligentes, no para hacerles la pelota, sino por sentirse cómplice y no estar sola. La jovencita que sobrecargaba la mochila con El guardián entre el centeno o El señor de los anillos, que en la excursión del cole a Madrid prefería ver el Planetario, el Prado o el Reina Sofía a dejarse la garganta en el parque de atracciones. Que se enfrentaba a la hostilidad de compañeros cretinos porque era la única que había leído las Sonatas de Valle-Inclán o sabía quién era Wilkie Collins. Ahora que miras hacia atrás con madurez, comprendes que cada vez que alguien ninguneó tu forma de ser, te insultó, te miró por encima del hombro, no hizo sino precipitar tu aprendizaje y tu lucidez. Tu certeza de ser mejor, más despierta y diferente.

Mírate ahora. Qué lejos estás de tanto borrego y tanto buey. Entras en la edad adulta sin que nadie pueda imponerte una sonrisa falsa cuando el mundo y su estupidez, su envidia, su mezquindad, te hagan fruncir el ceño. Ahora tienes la certeza de que no te equivocaste, y de que la niña callada en el banco del fondo puede ser vengada por la mujer que hoy la recuerda. Sabes ya que puedes ser feliz a tu manera y no a la de otros, con tus libros, con tus películas, con tu familia, con esos amigos que no sabes cuánto tiempo van a durar y por eso aprecias tanto, con la mirada serena que ahora posas a tu alrededor, en la calle, en el trabajo, en la vida. En la muerte. Ahora sabes que la virtud, en el más hondo sentido de la palabra, está en ese aguante de tantos años, cuando cerca estuvieron de convertirte en otra. Comprendes al fin que los malos profesores son un accidente sin demasiada importancia, pues eres tú quien aprende; y la vida, incluso con sus insultos, con sus malvados, con sus tragedias, con sus reglas implacables, la que te enseña. Nadie dijo que fuera fácil.

El otro día fuiste a ver Salvador y saliste del cine asombrada, llorando. No por la película, ni por la suerte del protagonista, sino por la certeza de que los ideales de aquel muchacho ya no tienen sentido, porque ninguno los sustituye ahora, porque la gente de tu edad se divide en dos grandes grupos: una minoría de analfabetos desorientados, pasto de demagogia barata en manos de políticos sin escrúpulos, y una masa inerte cuya única aspiración es salir en Gran Hermano o ponerse hasta arriba el sábado por la noche; jóvenes con garganta y sin nada que gritar, que se irían por la pata abajo puestos en la piel de Salvador Puig Antich, o a los que, viendo El crimen de Cuenca, la sola visión del garrote vil haría cerrar los ojos con escalofríos en la nuca. Pero tus lágrimas, amiga, demuestran que tienes razón. Que no te equivocaste al amar al conde de Montecristo y al Gabriel Araceli de Galdós, al buscar el secreto genial de un soneto de Borges o Quevedo, al transitar, jugándotela, por los senderos sin carteles luminosos en los pasillos oscuros de la Historia. Al hacer de cada esfuerzo, de cada miedo, de cada desengaño, de cada ilusión y de cada libro, un martillo con el que picar los muros espesos que te rodean.

Y si algún día tienes hijos, intenta que sean como tú. Como esos tipos flacos de los que hablaba Julio César, a la manera de Casio: gente de dormir inquieto, peligrosa y viva. La que quita el sueño a los apoltronados y a los imbéciles.

El Semanal 21 de enero de 2007

viernes, diciembre 04, 2009

L'Uomoliva



L’Uomoliva fu concepito a Peschici


il sedici Agosto dell’anno duemila sette.


Nacque a dublino


durante i seguenti mesi di autunno.




jueves, septiembre 10, 2009

Amargura

Todo estaba igual. Nada había cambiado en diez años. Macarena salió de la estación de trenes y se encontró inmersa en la atmósfera de una ciudad tan familiar, con sus inolvidables ruidos y olores, que le provocó un pellizco en el estómago el no sentirla ya suya. ¿Por qué había esperado tanto para volver?

Se dirigió lentamente, pensativa, hacia el taxi con la luz roja que la esperaba frente al ingreso principal de la “Estación del Norte”.

Era una tarde gris de otoño. El viento hacía mover los cabellos y las gotas de lluvia que golpeaban el rostro de Macarena y que sentía como lágrimas amargas, las que no había derramado cuando recibió la breve llamada telefónica que la había conducido hasta aquella ciudad tan lejana, apartada en algún lugar de su mente, tan olvidada.

El número de teléfono y la dirección de la casa a la cual se había mudado César corrían en ríos de tinta azul en el trozo de servilleta de una cafetería del centro. Él se lo había escrito diez años antes, incrédulo, impotente, cuando acudió a la cita con Macarena para saber que ella se iba de la ciudad, que abandonaba todo aquello. Y que no la buscara, que rehiciera su vida. Que la olvidara. Y él insistió en que se llevara consigo el trozo de papel con su nueva dirección, que ya había encontrado una nueva casa, que sería realmente duro vivir sin ella. En esa cafetería se despidieron por última vez sin que ninguno de los dos supiera que sería para siempre.

El taxi llegó a su destino. Aún llovía. Macarena se quedó algunos segundos en el automóvil después de haber pagado la carrera, sus ojos fijos en aquel trozo de servilleta vieja y oscurecida por los años. El tiempo y la lluvia habían borrado algunos números pero… ¿qué importaba ya? Era tarde para hablar con el propietario de aquel número de teléfono. Demasiado tarde. Ya no estaba. César había desaparecido para siempre y ahora se encontraba quién sabe dónde. ¿Existiría un cielo para él? ¿O quizás su alma se había perdido en la nada para siempre?

Macarena bajó del taxi y se encaminó hacia la casa amarilla con ventanas de madera mal barnizada dispuesta al final de la calle, cerca de un cruce. La puerta estaba abierta y decenas de desconocidos llenaban la entrada, la sala, la cocina. Una masa de vestidos negros y rostros serios y algunas lágrimas daban la bienvenida a los que iban llegando. Pilar, la mejor amiga de César se apresuró hacia Macarena y con tono seco y amenazante le censuró:

- ¿Qué haces aquí? ¿No has hecho sufrir bastante a la gente; al pobre César? Desde que lo abandonaste para vivir tu loca aventura de recorrer el mundo, él no volvió a ser el mismo, cada día parecía más triste y enfermo. Intenté animarlo, lo sacaba a pasear, al cine, a cenar, incluso le presenté a una chica muy simpática y atractiva con la cual consiguió salir durante dos años, pero al final la dejó porque no la amaba, porque su mente estaba lejos, en otro país a miles de kilómetros; buscándote. ¿No crees que ya has hecho suficiente daño?-

Macarena no sabía qué decir y respondió con un profundo y amargo “lo siento”. Nunca quiso hacer daño a César pero habría sido una hipócrita seguir estando junto a él si para ella, la historia, hacía tiempo que había terminado.

Con un movimiento de cabeza Pilar indicó a Macarena dónde se encontraba el féretro y tan sólo dijo:

- Su cara está desfigurada por el impacto. Tienes sólo cinco minutos, después desaparece de aquí como lo hiciste hace diez años.-

Se quedó en la casa el tiempo necesario para dar el último adiós a César; sordo y ciego, frío e inerte… muerto. Se acercó a su rostro y permaneció así, inmóvil, con la mirada fija como en el taxi después de haber pagado la carrera. César también parecía viejo y amarillo. En su piel, los hematomas recorrían su rostro y borraban sus facciones del mismo modo que la lluvia cancelaba los trazos de tinta azul transportándola a lo largo de la servilleta de papel de aquella cafetería del centro que los vio decirse adiós por última vez. Pero, ¿ya qué importaba? Era tarde y ella tenía que marcharse.

Las luces de la ciudad se iban haciendo más débiles y lejanas. Observándolas desde la ventanilla del tren, a Macarena la embargó un sentimiento de profunda amargura.

lunes, agosto 31, 2009

El prado sin hierba

Esa mañana en Padua las cucharillas de los cafés sonaban como campanas minúsculas. El tintineo salía a través de los vanos de las puertas eternamente abiertas de un local histórico de la ciudad y se perdía en la soledad matutina de las calles del casco antiguo.

Paseando por un viale, un hombre pedaleaba ajeno a la escena que transcurría en el sillín trasero de su bicicleta. Pero sí que era consciente de que lo que había a sus espaldas era lo más maravilloso del mundo. Quizás por esta razón manejaba su bici con esa prudencia casi enfermiza que sólo un padre podría poner a la hora de proteger a su hijo.

En silencio, unos metros más allá, sonriendo, alguien contemplaba la escena, efímeramente, hasta que una plaza del centro histórico o una catedral de la época bizantina devolvieran al observador a la tranquila mañana de calles adoquinadas y murallas de piedras silenciosas.

Y es que es el silencio lo que caracteriza al norte de Italia. Vías vacías, siglos de historia encerrada en los muros de las ciudades, paredes de piedra sobria, de líquenes y musgo, de humedad, de nieblas, de empedrados en calma.

Atrás quedaron los repiqueteos de los cascos de las bestias y el crujido de la madera de los carros y carruajes. En el pasado se perdieron los gritos de las mujeres vendiendo fruta, verdura y pescado con sus buenos escotes y sus brazos recios. Esto ya sólo se ve en el sur, donde las leyes ambientales todavía no han llegado y se puede conducir por el centro sin necesidad de autorización, gritar sin que te miren por el rabillo del ojo, y llevar buenos escotes teniendo brazos recios y no minifaldas y botas altas en cuerpos esqueléticos. Hoy, en el norte italiano, los estereotipos desaparecen para dar paso a ciudades viejas, sin vida ni identidad.

El observador silencioso entró en una basílica dedicada a un santo anónimo. Se emocionó ante la inmensidad de sus techos y las pinturas del ábside. Era una mañana serena y el sol se dejaba ver de vez en cuando entre las nubes, filtrándose por las vidrieras. El observador se detuvo bajo una de ellas para admirarla. Se oían rumores de iglesia. Desde el coro llegaban profundas y graves notas gregorianas, y el observador pensó que no había nada más maravilloso en el mundo.

Unos pasos acelerados lo devolvieron a la realidad y a los pocos segundos sonrió. Escasos metros más allá, envuelta en un vórtice de música, luz y color, estaba girando una niña. Giraba y giraba riendo, jugando con las nuevas cosas que los niños de esa edad aprenden día a día.

- Mira papá, mira, estoy dentro del arcoíris.

La niña del sillín posterior de la bicicleta giraba envuelta en los rayos del sol que reflejaban en su piel los colores de la vidriera. Aún mantenía entre sus dedos esa brizna de hierba a la que miraba atentamente mientras canturreaba sentada detrás de su papá. En la bicicleta. En el sillín trasero. Sin ser consciente de la prudencia de su padre ni de la mirada del observador.

Sería maravilloso poder ser por tan solo un instante aquella brizna de hierba, ser prendido por esa tierna y delicada mano que puede serlo todo en la vida, que podría firmar documentos decisivos, apretar manos importantes, mecer vidas nuevas o incluso acabar con alguna, pero aún pura y limpia. Sería maravilloso girar entre sus dedos jóvenes, sentir la frescura de una mente que solo se divierte danzando y girando bajo la luz de las vidrieras y que aún no es consciente de la soledad de los mayores o de cómo lloran en silencio las calles de su ciudad.

El observador salió de la basílica sin nombre con lágrimas en los ojos y comenzó a caminar. Desde lo más alto de la calle se alcanzaba a ver una amplia extensión de terreno y se dirigió hacia ella. Era una hermosa isla elíptica circundada por un canal que albergaba dos anillos a cada lado con estatuas de retratos póstumos de personas importantes del lugar. En el centro de la isla algunas personas leían o descansaban tumbados bajo el escaso sol. Pero lo más maravilloso para el observador fue que de la nada surgió la vida en aquella ciudad. Era sábado y había mercado. Decenas de tenderetes exponían su mercancía, verduras de mil colores, frutas de olores dulces e intensos, vestidos, plantas, zapatos y flores; y gente. Personas mayores sobre todo pero también jóvenes y niños. Y ruidos y gritos de chiquillos y risas y conversaciones.

A pocos metros el ciclista, con su bici en una mano y su hija agarrada de la otra, se acercó a una mujer que mecía a un recién nacido en su regazo. La besó y sonrió y cogió al retoño en brazos. La pequeña había desaparecido de la vista del observador pero en ese momento algo hizo que éste volviera a la agitada mañana de mullida superficie y ajetreados tenderetes. Era la chiquilla, que tirándole de la pierna del pantalón le dijo:

- No llores que no es verdad que aquí no hay hierba.

Y con un gracioso movimiento de su mano le acercó la brizna que la había acompañado durante toda la mañana y se la ofreció al observador que, con lágrimas en los ojos, pensó que no había nada más maravilloso en el mundo.