lunes, agosto 31, 2009

El prado sin hierba

Esa mañana en Padua las cucharillas de los cafés sonaban como campanas minúsculas. El tintineo salía a través de los vanos de las puertas eternamente abiertas de un local histórico de la ciudad y se perdía en la soledad matutina de las calles del casco antiguo.

Paseando por un viale, un hombre pedaleaba ajeno a la escena que transcurría en el sillín trasero de su bicicleta. Pero sí que era consciente de que lo que había a sus espaldas era lo más maravilloso del mundo. Quizás por esta razón manejaba su bici con esa prudencia casi enfermiza que sólo un padre podría poner a la hora de proteger a su hijo.

En silencio, unos metros más allá, sonriendo, alguien contemplaba la escena, efímeramente, hasta que una plaza del centro histórico o una catedral de la época bizantina devolvieran al observador a la tranquila mañana de calles adoquinadas y murallas de piedras silenciosas.

Y es que es el silencio lo que caracteriza al norte de Italia. Vías vacías, siglos de historia encerrada en los muros de las ciudades, paredes de piedra sobria, de líquenes y musgo, de humedad, de nieblas, de empedrados en calma.

Atrás quedaron los repiqueteos de los cascos de las bestias y el crujido de la madera de los carros y carruajes. En el pasado se perdieron los gritos de las mujeres vendiendo fruta, verdura y pescado con sus buenos escotes y sus brazos recios. Esto ya sólo se ve en el sur, donde las leyes ambientales todavía no han llegado y se puede conducir por el centro sin necesidad de autorización, gritar sin que te miren por el rabillo del ojo, y llevar buenos escotes teniendo brazos recios y no minifaldas y botas altas en cuerpos esqueléticos. Hoy, en el norte italiano, los estereotipos desaparecen para dar paso a ciudades viejas, sin vida ni identidad.

El observador silencioso entró en una basílica dedicada a un santo anónimo. Se emocionó ante la inmensidad de sus techos y las pinturas del ábside. Era una mañana serena y el sol se dejaba ver de vez en cuando entre las nubes, filtrándose por las vidrieras. El observador se detuvo bajo una de ellas para admirarla. Se oían rumores de iglesia. Desde el coro llegaban profundas y graves notas gregorianas, y el observador pensó que no había nada más maravilloso en el mundo.

Unos pasos acelerados lo devolvieron a la realidad y a los pocos segundos sonrió. Escasos metros más allá, envuelta en un vórtice de música, luz y color, estaba girando una niña. Giraba y giraba riendo, jugando con las nuevas cosas que los niños de esa edad aprenden día a día.

- Mira papá, mira, estoy dentro del arcoíris.

La niña del sillín posterior de la bicicleta giraba envuelta en los rayos del sol que reflejaban en su piel los colores de la vidriera. Aún mantenía entre sus dedos esa brizna de hierba a la que miraba atentamente mientras canturreaba sentada detrás de su papá. En la bicicleta. En el sillín trasero. Sin ser consciente de la prudencia de su padre ni de la mirada del observador.

Sería maravilloso poder ser por tan solo un instante aquella brizna de hierba, ser prendido por esa tierna y delicada mano que puede serlo todo en la vida, que podría firmar documentos decisivos, apretar manos importantes, mecer vidas nuevas o incluso acabar con alguna, pero aún pura y limpia. Sería maravilloso girar entre sus dedos jóvenes, sentir la frescura de una mente que solo se divierte danzando y girando bajo la luz de las vidrieras y que aún no es consciente de la soledad de los mayores o de cómo lloran en silencio las calles de su ciudad.

El observador salió de la basílica sin nombre con lágrimas en los ojos y comenzó a caminar. Desde lo más alto de la calle se alcanzaba a ver una amplia extensión de terreno y se dirigió hacia ella. Era una hermosa isla elíptica circundada por un canal que albergaba dos anillos a cada lado con estatuas de retratos póstumos de personas importantes del lugar. En el centro de la isla algunas personas leían o descansaban tumbados bajo el escaso sol. Pero lo más maravilloso para el observador fue que de la nada surgió la vida en aquella ciudad. Era sábado y había mercado. Decenas de tenderetes exponían su mercancía, verduras de mil colores, frutas de olores dulces e intensos, vestidos, plantas, zapatos y flores; y gente. Personas mayores sobre todo pero también jóvenes y niños. Y ruidos y gritos de chiquillos y risas y conversaciones.

A pocos metros el ciclista, con su bici en una mano y su hija agarrada de la otra, se acercó a una mujer que mecía a un recién nacido en su regazo. La besó y sonrió y cogió al retoño en brazos. La pequeña había desaparecido de la vista del observador pero en ese momento algo hizo que éste volviera a la agitada mañana de mullida superficie y ajetreados tenderetes. Era la chiquilla, que tirándole de la pierna del pantalón le dijo:

- No llores que no es verdad que aquí no hay hierba.

Y con un gracioso movimiento de su mano le acercó la brizna que la había acompañado durante toda la mañana y se la ofreció al observador que, con lágrimas en los ojos, pensó que no había nada más maravilloso en el mundo.

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