jueves, septiembre 10, 2009

Amargura

Todo estaba igual. Nada había cambiado en diez años. Macarena salió de la estación de trenes y se encontró inmersa en la atmósfera de una ciudad tan familiar, con sus inolvidables ruidos y olores, que le provocó un pellizco en el estómago el no sentirla ya suya. ¿Por qué había esperado tanto para volver?

Se dirigió lentamente, pensativa, hacia el taxi con la luz roja que la esperaba frente al ingreso principal de la “Estación del Norte”.

Era una tarde gris de otoño. El viento hacía mover los cabellos y las gotas de lluvia que golpeaban el rostro de Macarena y que sentía como lágrimas amargas, las que no había derramado cuando recibió la breve llamada telefónica que la había conducido hasta aquella ciudad tan lejana, apartada en algún lugar de su mente, tan olvidada.

El número de teléfono y la dirección de la casa a la cual se había mudado César corrían en ríos de tinta azul en el trozo de servilleta de una cafetería del centro. Él se lo había escrito diez años antes, incrédulo, impotente, cuando acudió a la cita con Macarena para saber que ella se iba de la ciudad, que abandonaba todo aquello. Y que no la buscara, que rehiciera su vida. Que la olvidara. Y él insistió en que se llevara consigo el trozo de papel con su nueva dirección, que ya había encontrado una nueva casa, que sería realmente duro vivir sin ella. En esa cafetería se despidieron por última vez sin que ninguno de los dos supiera que sería para siempre.

El taxi llegó a su destino. Aún llovía. Macarena se quedó algunos segundos en el automóvil después de haber pagado la carrera, sus ojos fijos en aquel trozo de servilleta vieja y oscurecida por los años. El tiempo y la lluvia habían borrado algunos números pero… ¿qué importaba ya? Era tarde para hablar con el propietario de aquel número de teléfono. Demasiado tarde. Ya no estaba. César había desaparecido para siempre y ahora se encontraba quién sabe dónde. ¿Existiría un cielo para él? ¿O quizás su alma se había perdido en la nada para siempre?

Macarena bajó del taxi y se encaminó hacia la casa amarilla con ventanas de madera mal barnizada dispuesta al final de la calle, cerca de un cruce. La puerta estaba abierta y decenas de desconocidos llenaban la entrada, la sala, la cocina. Una masa de vestidos negros y rostros serios y algunas lágrimas daban la bienvenida a los que iban llegando. Pilar, la mejor amiga de César se apresuró hacia Macarena y con tono seco y amenazante le censuró:

- ¿Qué haces aquí? ¿No has hecho sufrir bastante a la gente; al pobre César? Desde que lo abandonaste para vivir tu loca aventura de recorrer el mundo, él no volvió a ser el mismo, cada día parecía más triste y enfermo. Intenté animarlo, lo sacaba a pasear, al cine, a cenar, incluso le presenté a una chica muy simpática y atractiva con la cual consiguió salir durante dos años, pero al final la dejó porque no la amaba, porque su mente estaba lejos, en otro país a miles de kilómetros; buscándote. ¿No crees que ya has hecho suficiente daño?-

Macarena no sabía qué decir y respondió con un profundo y amargo “lo siento”. Nunca quiso hacer daño a César pero habría sido una hipócrita seguir estando junto a él si para ella, la historia, hacía tiempo que había terminado.

Con un movimiento de cabeza Pilar indicó a Macarena dónde se encontraba el féretro y tan sólo dijo:

- Su cara está desfigurada por el impacto. Tienes sólo cinco minutos, después desaparece de aquí como lo hiciste hace diez años.-

Se quedó en la casa el tiempo necesario para dar el último adiós a César; sordo y ciego, frío e inerte… muerto. Se acercó a su rostro y permaneció así, inmóvil, con la mirada fija como en el taxi después de haber pagado la carrera. César también parecía viejo y amarillo. En su piel, los hematomas recorrían su rostro y borraban sus facciones del mismo modo que la lluvia cancelaba los trazos de tinta azul transportándola a lo largo de la servilleta de papel de aquella cafetería del centro que los vio decirse adiós por última vez. Pero, ¿ya qué importaba? Era tarde y ella tenía que marcharse.

Las luces de la ciudad se iban haciendo más débiles y lejanas. Observándolas desde la ventanilla del tren, a Macarena la embargó un sentimiento de profunda amargura.