martes, junio 27, 2006

La dislexia

Esta madrugada, mientras corregía las numerosas anotaciones que tintan de rojo mi embrionaria novela, advertí que un nuevo mensaje acababa de aparecer en mi buzón de correo electrónico. Normalmente recibo mensajes de amigos que me animan a seguir escribiendo y que me aportan sus pareceres y opiniones sobre los textos que les mando. Aprecio francamente los consejos de las personas cercanas ya que me dan fuerza y entusiasmo para seguir adelante. A veces me encuentro a la deriva entre tantas palabras, frases e ideas que el apoyo de un recio salvavidas es casi como un regalo divino.

Aunque, a decir verdad, aprecio mucho más las críticas de mis enemigos. Sin ellas me invadiría la despreocupación y me estancaría en la rutina. Es de esta última sobre la que os quiero hablar. De la crítica.

El citado mensaje, con dirección de un antiguo conocido, descalificaba cada palabra escrita por mí con tal pasión que me empujaron a seguir leyendo. Una persona que se toma tantas molestias sólo para ofender a alguien bien merece un ápice de atención. En el fondo las críticas son buenas aliadas si sabes aceptarlas y cuando alguien se toma demasiado en serio un simple texto, es que realmente ha llegado a calarle hondo.

Entre tanta palabrería, y haciendo caso omiso a las palabras malsonantes, me quedé con ciertos consejos muy válidos y sobre los cuales, desde aquí, le quiero agradecer profundamente. Uno de ellos hacía alusión a una falta ortográfica. Las faltas de ortografía son la gripe del escritor, aunque uno se vacune siempre termina por sobrevenirle, sobre todo cuando más bajo se está de defensas. Y eso es lo que me ocurrió a mí. Cometí un fallo. Es verdad. Pero me alegro de haberlo corregido, y que no os extrañe si en alguno de mis textos cometo alguna “aberración disléxica”, como diría uno de mis profesores. El tener tantas cosas en la cabeza a veces juega malas pasadas.

Yo tengo mi propia teoría de por qué pasan algunas cosas, y la dislexia al escribir y las faltas de ortografía creo que se deben a que el cerebro reestructura continuamente las denominadas carpetas de información.

Esto quiere decir que ocurre como cuando buscas algo en tu mesa de trabajo. Tienes folios, documentos, facturas y cuadernos en lugares donde no deberían estar. No encuentras los dos últimos recibos de la comunidad para terminar de archivar la carpeta de las facturas. Te faltan los folios 14 y 36 del anexo del proyecto que estás llevando a cabo. Has mezclado tus documentos de la declaración de la renta con los de tu padre.

Y claro, llega un momento en que decides comprarte un traje nuevo para la boda de tu primo porque no consigues encontrar el resguardo de la tintorería. Entonces decides que es hora de poner en orden tu escritorio, frenas en seco, te olvidas de todas las cosas que tienes pendientes de hacer y ordenas lo que ya hay. Porque si sigues recopilando información sin haber almacenado correctamente todo lo anterior se produce un caos cerebral que conduce al temido bloqueo mental.

Es como cuando entras en un centro comercial el día antes de Navidad. Luces, colores, personas, movimiento, ruido, sonidos, voces, olores, empujones... el cerebro no puede procesar tanta información en tan corto espacio de tiempo y te mareas, te baja la tensión, empiezas a sudar y sientes ganas de echar a correr hacía el exterior. Sombrío. Austero. Tranquilo. Pero sales a la calle y te ciegan las bombillas. Pasas de un estado de obnubilación total a un proceso de confusión paranoide en la que el berrido incombustible de “castañas a dos leiros el cartucho” retumba en cada resquicio de tu mente, envuelto en una extraña nubecilla de aroma penetrante.

Tienes dos opciones; aparecer a página completa en la sección de sucesos con un cuchillo ensangrentado en una mano y un cartucho de castañas en la otra; o detenerte, respirar profundamente y tratar de poner calma en tu cerebro para luego seguir adelante, entre la multitud, iluminado por cientos de papa noeles brillantes y sonrientes, oyendo los cánticos desafinados de algún coro de ancianitas y estremeciéndote cada vez que el maldito hijo de tu vecina enciende un petardo de mecha negra.

Por ello, una simple falta ortográfica te puede conducir a un estado anímico nefasto y propiciar la aparición de más errores, hasta que el texto por completo se convierte en un cartucho de castañas en el que el vocablo leiro cobra significado. O, por el contrario, puedes ceder ante la adversidad, frenarte en seco, respirar profundamente y reemprender la travesía por donde la dejaste, con nuevas fuerzas y con el semblante sereno y rebosante de gratitud.

Por esta razón, cuando terminé de leer el mensaje, añadí más anotaciones en rojo en los márgenes de mi novela y me volví a sumergir en las profundidades del argumento, agradeciendo en silencio la gran ayuda que me había proporcionado esa última crítica para resolver un párrafo que se me antojaba incompleto.

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