martes, julio 04, 2006

Terror en el supermercado


Ayer fui a hacer la compra de la semana. Es algo que odio con rotundidad. Da igual cuando vaya, siempre vuelvo a casa con dolor de cabeza debido a los sucesos acontecidos durante el proceso; como cuando me encuentro con una de esas del Club del carromóvil. Porque digo yo, con lo complicado y costoso que es sacarse el carné B, y los beneficios que obtienen tanto Tráfico como los de las autoescuelas, alguien debería protestar por la facilidad en la obtención del carné CCC (Carné del Carrito de la Compra). Este último cuesta tan sólo 1 euro y no hace falta poseer conocimientos previos, ni presentar certificados médicos, ni nada por el estilo. Por ello, no es de extrañar que señoras con los rulos puestos, adictas a telenovelas sudamericanas, cuando son sacadas por sus maridos para hacer la compra (es el único paseo que hacen juntos desde la salida de la iglesia del pueblo en su boda), se conviertan en la amenaza homicida del supermercado. Nada de atracadores enmascarados ni adolescentes toxicómanos, el peor enemigo del súper es la conductora del carrito.

Aparcan en triple fila impidiendo el paso a todo dios, driblan estantes y palés con habilidad cuestionable y empujan a los demás conductores con el morro de sus carros cual sagaz infante en una atracción de feria. Señoras, es un carrito de la compra no un coche de choque. Por no hablar de las carreras temerarias que se pegan para alcanzar el último cartón de leche en oferta. Si después de agenciarse orgullosas ese último tetra brick volviesen la vista atrás, observarían a ancianos protestándoles, latas de tomate frito rodando por los pasillos y chiquillos en el suelo, flotando sobre charcos de batido de chocolate que sus señoras madres han abierto antes de pagar; “para que el niño se esté quieto” le insistirían al encargado.

Después del largo paseo por las instalaciones llenando hasta los bordes mi carro para aprovisionarme bien, con el único objeto de llenar mi despensa y alargar al máximo el plazo de la próxima compra, me dirigí a la caja. No sé por qué extraña razón cada vez que voy a pagar nunca hay una caja vacía. Pocas cajas abiertas y colas de mínimo 8 personas, tumulto en una de ellas y una chica con llaves en la mano que corre hacia la 5 gritando con tono conciliador y automático: ¡pasen por esta caja por orden de turno!

Bien, después de diez minutos era mi turno y sólo pedía que el octogenario matrimonio de delante no se quedase en la salida del pasillo sin darme opción a ir metiendo los productos en las bolsas, para ahorrar tiempo y salir cuanto antes de aquel infierno. Pero no, fue aún peor. A la señora se le olvidó que con dos packs de callos madrileños regalaban una morcilla cebollera. Y allá que fue el señor marido, con la parsimonia y desavenencia que caracterizan a esa edad, profiriendo a regañadientes que él donde debería estar era jugando al dominó en el bar, con sus amigotes, y no comprando callos con la parienta. Y allí quedó paciente medio supermercado a la espera de que el buen señor acertase con el pasillo y adquiriese el segundo pack de callos para beneficiarse de la oferta. Cuando volvió por fin a caja la señorita cajera le informó que los que había cogido eran normales y la oferta sólo era válida para los picantones, pero ya era tarde y la partida esperaba.

Bien, ya me toca, pensé yo. Pero mi gozo en un pozo. Con el último producto la señorita cajera preguntó al anciano si poseía una de esas tarjetas travelclú, o mercaclú, o como se llamen, y después de sacar las fotos de todos los hijos, ahijados, sobrinos, nietos y bisnietos el ancianito se percató de que no llevaba con él la dichosa tarjetita, pero sí que iba a pagar con la de crédito. Una, dos, tres,… nueve veces y nada, el lector no la leía y además había rayado la banda magnética de la tarjeta. La cola ya era kilométrica y los murmullos iniciales se convertían poco a poco en quejas malsonantes.

La cajera se puso nerviosa, las fotos salieron volando y los dos billetes de cinco y toda la calderilla en euros ganados al dominó no llegaban a pagar la tremenda factura de ochenta y cuatro euros con veintidós céntimos. Así que la adorable parejita de viejecitos dejó el carrito a un lado y se fue sin compra y sin morcilla cebollera, pero con unos cuantos recuerdos para sus madres.

Cuando por fin me dirigía hacia la salida oí una voz entre quejumbrosa y apática que con tono mecánico dijo: por favor, pasen por esta caja por orden de turno…

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