sábado, septiembre 16, 2006

El vecinito de al lado

Hace unos días decidí dar uno de esos paseos que todos deberíamos realizar al menos una vez al mes. Me levanté al alba y caminé hacia la playa. Es interesante pasear por la ciudad cuando ésta duerme. Se trata de un lugar diferente. Una dimensión diferente. El reloj pierde su protagonismo y las personas se saludan al pasar. Esto es lo que mi abuelo paterno llamaba “educación”, palabra que hoy en día conocen muy pocas personas. Educación para levantarte de tu asiento en el autobús y dejar que un señor mayor lo ocupe; educación para saludar al entrar en algún establecimiento; educación para echarte a un lado de la acera y permitir que la persona que viene en dirección opuesta pueda pasar. Algo que los jóvenes de hoy desconocen, tal vez porque sus padres no se lo han enseñado, aunque tener educación no significa que no puedas ser a la vez un perfecto canalla.

Deambulaba con esas reflexiones en mi cabeza cuando algo hizo que me detuviese en seco. Un sentimiento, un recuerdo de mi niñez afloró de repente. La niña que soñaba con el vecinito de al lado se encontraba descalza, el mar bañaba sus tobillos, y la brisa marina, fresca y sin olor a loción solar, impregnaba su piel de sal. El único rumor el de las olas acariciando la orilla y el alboroto de las gaviotas que sobrevolaban una traíña. Abrí los ojos y los tibios rayos del sol iluminaron esa misma estampa que guardaba escondida en mi memoria. La playa desierta, algunos pescadores reparando las redes extendidas en la arena, otros tirando del copo en el rebalaje y el silencio, el silencio armónico.

Pero el encantamiento duró poco, cubetas llenas de peces diminutos saltaban velozmente de mano en mano y decidí que era hora de marcharme de aquel lugar.

Me dirigí al centro y desayuné en la terraza de una célebre cafetería del casco antiguo. En una calle llena de recuerdos históricos que se hacen presentes cuando te detienes a observar sus edificios centenarios y te transportas a aquella época. En suma, uno de esos cafés en el que los antiguos solían reunirse para debatir temas de actualidad y escuchar a los cantaores del momento, entre ellos mi bisabuelo, “El Porrilla”.

La calle estaba desierta. Sólo nos encontrábamos Stendhal y yo, bueno y el chocolate con churros, pero el trajín de los camareros, con su eterno tintineo, aportaba una nota extraña en aquella atmósfera seductora, mientras que otro recuerdo borroso intentaba abrirse paso entre tanta hermosura. El vecinito de al lado se apoderaba otra vez de mis pensamientos.

Hay quien sueña con su vecino. Y yo era una de esas personas. Eran sueños lúcidos en los que imaginaba que el hijo de mis vecinos me mandaba rosas al colegio, me recogía en una limusina y me llevaba a almorzar a París. Sueños en los que me imaginaba junto a mi vecinito de al lado, tumbados en un manto de flores silvestres, admirando las aves mientras sonaba el aria de Papageno de fondo. Yo soñaba con mi vecino de al lado. Soñaba que paseábamos entre semillas de diente de león y que cada vez que una se posaba en mi piel pedía un deseo y éste se cumplía. Yo soñaba con mi vecino de al lado, pero luego me mudé.

Había acabado de leer un capítulo de mi vida y del libro que llevaba conmigo. Alcé la vista y ahí estaba él. Mi nuevo vecino de al lado. Con éste también sueño, pero ahora más que sueños son pesadillas.

Es triste comprobar que pasas la niñez y adolescencia queriendo hacerte mayor y cuando llegas a ser adulto comprendes que nunca queremos lo que tenemos. Ahora añoro el modo en que pensaba en mi vecino de al lado. Echo de menos esas miradas inocentes que nos dedicábamos, los saludos sinceros que nos intercambiábamos y la forma que tenía de ver el mundo.

La cafetería comenzaba a llenarse de gente, gente que dormía cuando la ciudad era mágica, cuando el vecinito de al lado que llenaba mis pensamientos era aún aquel niño de ojos confiados. El hechizo volvió a romperse y decidí que era hora de marcharme de aquel lugar.

El volver a casa no es fácil cuando la ciudad despierta. Las personas vuelven a perder la educación. Nadie se mira. Nadie saluda. Los sentidos se vuelven a agudizar, pero desgraciadamente lo hacen para sortear el tráfico, evitar empujones o impedir que te roben la cartera.

Al llegar al portal tu vecino de al lado te facilita el camino y tú te transformas en Dorothy, la chica del Mago de Oz, pero en vez de baldosas amarillas sigues el camino de notas informativas. Un itinerario de papeles adhesivos avisa de que cuando el vecino de arriba riega caen gotas en su patio, que el interruptor de la luz de la escalera hay que apretarlo muy fuerte para que funcione, que la puerta del ascensor tarda demasiado en cerrarse, que los niños al jugar en la piscina forman mucho escándalo y que la vecina de al lado, cuando se ducha, canta.

Echo de menos las notas de mi anterior vecinito de al lado, también cometía faltas de ortografía, pero él sólo tenía ocho años y aquellas eran cartas de amor.

2 comentarios:

Volgat dijo...

Como siempre, en tu línea, magnífico!

Udéis dijo...

Muchas gracias :)