jueves, septiembre 07, 2006

¡¡Se acabó el verano!!

Cuando se aproxima el 1 de septiembre la mayoría de los españoles entran en depresión, se quejan de volver a la rutina y al trabajo. Los niños comienzan el colegio, y las actividades deportivas, y los talleres por las tardes, y las clases de baile, y las de aeróbic, y las catequesis, y las clases de refuerzo educativo y un sin fin de actividades extraescolares que no les dejan tiempo para jugar ni para molestar a sus padres.

Por eso es muy habitual ver cómo familias enteras, achicharradas por un sol cada año más nocivo, apuran hasta el último rayo antes de salir corriendo hacia el apartamento que han alquilado junto a otras tres familias más, para hacer las maletas con prisas, sin ganas, recoger de la nevera el medio kilo de embutido que les ha sobrado de los diez que llevaban para todo el mes, y acostarse a las nueve de la noche para salir bien temprano hacia sus respectivas ciudades y no sufrir atascos. Aunque el tráfico será igual de intenso a las cinco de la madrugada que a las cinco de la tarde. El problema de las retenciones reside en el mal del poblado. Una carretera es un lugar sencillo y tranquilo hasta que deciden hacerla pasar por una población. Por esta razón yo, al contrario que el resto de los españoles, deseo que llegue el 1 de septiembre. El pueblo se queda tranquilo, sereno, la gente vuelve a la calma y la policía llega incluso a escucharte.

Mi primo de diez años dice que cuando llega el verano sufro una metamorfosis. Soy igual que un mutante aparentemente inofensivo que se transforma en engendro al entrar en un vehículo. Mi cuerpo y mi mente sufren una transmutación cada vez que se encuentran dentro de un automóvil, sobre todo si soy yo la que conduce, y mi boca no cesa de proferir insultos malsonantes y groserías a todo aquel que se cruza en mi camino. Es vergonzoso, lo sé, pero es que el verano y los coches, cuando se dan simultáneamente, me producen una reacción alérgica que desemboca en diversos síntomas, como los siguientes:

El viejecillo que avanza a 5km/h ocupando los dos carriles, y sin dar opción a adelantarlo, me produce sudores fríos.

El macarra que conduce una de esas discotecas ambulantes, a las que llaman coches, llena de luces, pegatinas, plásticos y alerones multicolores, y que emana ese extraño zumbido que martillea los oídos a 140 decibelios, me produce jaqueca y dolor ocular.

El dominguero que lleva la furgoneta cargada de niños, colchonetas, barbacoas, sombrillas, toallas, la suegra, la mujer y el perro, y se para en medio de la calzada a descargar los bártulos, produciendo una cola kilométrica y desatando la ira colectiva (que en verano está a flor de piel), me produce urticaria.

Y los policías, que se supone que están para cumplir su función, que no es otra que la policial, o lo que es lo mismo, velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, nunca aparecen. Y quizás sean éstos últimos, a los que he bautizado como el “prurito” del verano, los que peor le sientan a mi salud.

Para explicarlo no hay nada mejor que una anécdota personal. No entiendo cómo un tipo que se salta un stop y empotra su coche contra el mío, tiene la cara tan dura como para salir de su vehículo y cantarme las cuarenta, a mí, como si fuese yo la culpable de la situación. Pero claro, según el buen hombre, donde yo debería estar es fregando los platos y no conduciendo libremente por ahí y haciendo que los buenos ciudadanos estampen la silueta de sus automóviles en mi coche…

Que si no llega a ser porque yo sí tengo educación y porque no llevo sellos en los dedos la silueta que le estampaba yo sería la de mis iniciales en la cara, para que se acordara de mí, al más puro estilo del Zorro.

Mientras ocurría toda esta aventura me convencí de que los policías al pasar las pruebas físicas no les hacen un reconocimiento auditivo. A menos de cien metros se encontraba una pareja de agentes, que saboreaban un café en la barra de un antro, y practicaban sus artes de seducción con dos simpáticas jovencitas ignorando la situación. Voy a proponer al ayuntamiento que la paga extra de verano de las fuerzas del orden sea un vale para comprar un audífono, bueno, mejor que escriban sonotone, vaya a ser que crean que se trata de un móvil de última generación...

Pues eso, entre que el buen señor pretendía hacerme ver cuál era mi puesto en la sociedad, el “prurito” que se encontraba a cien metros de distancia ajeno a todo, y la fila de coches de domingueros impacientes que no paraban de hacer sonar sus bocinas, me dio un choque anafiláctico y me desmayé. No recuerdo nada más.

Sólo sé que cuando abrí los ojos estaba en mi cama, el despertador de la radio sonaba, pero nunca me había alegrado tanto de que lo hiciera como aquel día: -Pi, pi, piiiiiiiiiiii. Son las 7:00 de la mañana del 1 de septiembre-.

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