miércoles, agosto 30, 2006

Estreno de sobremesa

No sé si alguna vez habréis ido al cine un domingo a las cuatro de la tarde, pero si os lo proponen negaos rotundamente. Hace unos días un amigo me invitó a ver una película que esperaba con ansia. Como los trabajadores por horas tienen los horarios que tienen, tuvimos que escoger la hora de la sobremesa, que es el único momento que mi mejor amigo tiene libre casi con seguridad. Así que cogí el auricular, marqué el número de teléfono que indicaba el panfleto del cine y me dispuse a reservar dos entradas. Respondió una taquillera, la taquillera, y con esa “dulzura” que caracteriza a toda señorita de detrás de una ventanilla me dijo:

-Multicines Los Narcisos, dígame.

No sé por qué estúpida razón tienen que nominar a los centros de ocio con nombres de plantas: Rosaleda, Alameda, Los Geranios… el que sea alérgico las lleva claras.

-¡¡Multicines Los Narcisos dígame!!

-Oh, perdone, querría saber el horario de la película esa de corsarios espadachines o piratas musculosos, vamos, de la última superproducción hollywoodiense.

-8:00, 12:00, 16:00, 20:00 y a las 24:00.

No tuve más remedio que elegir la sesión de la sobremesa ante la opción del desayuno. La verdad es que no me apetece ver vísceras colgando de la cavidad torácica de tipos peludos a esas horas de la mañana... Siete metros de tripas que llenan la pantalla... y yo con sólo un vaso de leche en el estómago. Después de tantos saltos, huidas, golpes y estocadas, la leche se te hace yogur de tantos meneos y terminas por llenar la butaca de delante de vómito con olor a requesón. Eso sí, tendrás la suerte de no manchar a nadie porque a esa hora la mayoría de los españoles están sobando. Menos el típico grupo de ancianitas que, haciendo caso a la que más oye, entran en la sala pensando que trata de rosarios religiosos en vez de corsarios peligrosos.

Eran las 15:45 cuando llegamos al multicine y fue en ese mismo instante cuando me percaté del terrible error. Oleadas de quinceañeras con trenzas y ropas multicolores se agolpaban en las taquillas con la intención de adquirir una entrada para la última peli de uno de los guaperas de moda. Comprendí que era día de estreno.

Me armé de valor y dejé que fuese mi amigo, corpulento y decidido, quien abriera paso entre el gentío, porque no había manera de avanzar en aquella mar cerrada. Por fin logramos llegar a la cola. En efecto, no cabía duda, todas las adolescentes poseídas por un ente invisible se dirigían hacia nuestra fila musitando palabras inteligibles adornadas con grititos de exaltación y risillas desvergonzadas.

Olía a progesterona por doquier y la única presencia masculina era la de mi amigo, aprovisionado hasta las trancas de golosinas diversas y la de dos acomodadores imberbes y marcados cruelmente por un acné tan eflorescente que más que granos parecían el relieve de un torcal.

Inundación de fragancias dulzonas. Niñas de escasos quince años la mar de vivaces que no dudaban en mostrar sus armas de mujer. Es increíble el poder que tiene una minifalda para conseguir que hagan la vista gorda y colar a su portadora, gratis, en la sala con más afluencia de almas de todo el multicine. Una sonrisita inocente por aquí, unos susurros lisonjeros por allá y los pobres donceles, salivilla en los labios y expresión de triunfo bobalicón en el rostro, abrían la barrera y mirándose uno al otro, victoriosos, dejaban pasar a la experimentada jovencita que con una simpática caricia en el mentón demostraba que no era la primera vez que se salía con la suya en tales menesteres.

Segundo error de la tarde, las butacas que nos fueron asignadas se encontraban situadas justo delante de la quinceañera pizpireta y de sus amigas varias. Geno, Bea, Patri, Lidia y Conchi. Me los sé, sí, y el resto de la sala también se los aprendió a base de oír a las susodichas comentar cada escena. Pero ni la lluvia de palomitas, ni las patadas en el respaldo de mi butaca y ni siquiera el ruido de las bolsas de patatas podían competir con los alaridos emanados por sus tiernas fauces cada vez que el protagonista aparecía en pantalla.

Esto es España, y si de algo me avergüenzo es de ser española en un tiempo en el que deberíamos beneficiarnos de los progresos y avances de los que disponemos, en el que deberíamos promulgar nuestra amplia y profunda historia y la riqueza cultural que poseemos y que seamos tan necios como para copiar a un país que sólo puede presumir de potencia bélica y fanatismo patriótico hacia una bandera que no representa más que la supuesta unión de un pueblo desunido y desarraigado.

Pues bien, ante tamaña situación vamos los españoles y copiamos sus insanas costumbres; como mi mejor amigo y sus manías gastronómicas, que media hora antes de la película se zampó tres hamburguesas con tanta gula que parecía que no había probado bocado hacía días y portaba su Hipermegacombo en brazos, dispuesto a ingerirlo apenas apagaran las luces. O era verdad que llevaba varios días sin comer, o quizá el sucedáneo de carne ratonil de las hamburguesas plásticas que engulló no le alimentó como es debido.

Otra manía copiada es la de las risas enlatadas. Hemos absorbido tanta carcajada electrónica que, ante cualquier estupidez, nos reímos mecánicamente. Vamos, que me tenía que haber quedado en mi casa leyendo un buen libro en vez de aguantar durante dos horas el aullido estridente de la risa de “La Geno” y sus amigas. Por no hablar de los aplausos. Aplaudir en el cine es, quizá, la mayor de las costumbres estúpidas que hemos copiado a los americanos. En los teatros los actores los agradecen, pero en los cinemas el acto de aplaudir se convierte en otra de las muchas simplezas más propias de necios que de verdaderos espectadores.

En fin, sobreviví al estreno; y estoy aquí para contarlo.

Así que si apreciáis vuestra integridad física y moral absteneos de acudir al cine en días de estreno, a no ser que la película valga realmente la pena. Aunque para saberlo no existe otra alternativa que ir a verla personalmente…

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