martes, julio 25, 2006

El poder de la minifalda

En esta sociedad prima la imagen a la sinceridad, la belleza a la personalidad, la apariencia a la identidad. Vivimos bajo una coraza de falsedad e hipocresía. No todo es lo que parece, y nada es lo que resulta ser. Habitamos en un mundo vacío, frívolo, en el cual si no estás en la onda se te suben a la espalda y te van relegando a un segundo, tercero o incluso a un cuarto plano, hasta que te encuentras inmerso en una marea de cuerpos inertes, sin rumbo ni metas donde sólo eres un átomo más de los que conforman esa masa ingente y hostil que es la humanidad.

Hemos perdido la racionalidad, no nos han quedado ni siquiera pequeños vestigios de lo que fuimos un día. Nos asalvajamos cada vez más, nos volvemos feroces y crueles con nuestros semejantes y configuramos nuevas leyes de comportamiento. Más allá de la modernidad y el desarrollo hemos vuelto a nuestros orígenes cavernarios, y es que esos rascacielos y edificios de mármol que presiden las grandes ciudades no son otra cosa que fieles reproducciones de los monolitos de piedra y de las antiguas cuevas, aquellas que nos albergaron durante tantas eras y nos protegieron de las inclemencias de un clima implacable y de unos enemigos muy diferentes de los actuales.

Hoy en día nuestro principal enemigo es nuestro semejante, muy atrás quedó ese tópico de amarás a tu prójimo como a ti mismo. Actualmente prevalece la ley de la gallardía y la opulencia. Sin ánimo de entrar en temas políticos o económicos me ceñiré, exclusivamente, a la mitificada y elogiada belleza, armadura sólida e inmune contra las bestias de nuestros tiempos.

Para una mujer es muy duro coexistir en esta sociedad porque no sólo tenemos que luchar contra todos esos grandes adversarios y el machismo imperante, sino que nuestro principal enemigo es el propio género. Es condición femenina estar siempre al acecho, en guardia, preparadas para atacar al mínimo atisbo de competencia, en un desafío continuo. Un comportamiento en el cual se vislumbran nuestros ancestros, aquellos animales salvajes que, con el ardor innato de supervivencia y propagación, defendían eternamente su territorio y su sucesión.

Por ello, no es sorprendente descubrir que para una mujer sentirse bella no tiene que recurrir al mitificado ritual de pasar cerca de una construcción para hallarse alentada por gruñidos incomprensibles, provocados por la respuesta genética de una jauría programada para responder a ese patrón de reclamo sexual, puesto que ya se sabe que es condición masculina hacer alarde de la virilidad ante cualquier posible fémina que pase cerca de su feromoneado territorio y mostrar a sus oponentes machos el poder sexual que poseen. El verdadero veredicto lo damos las propias mujeres. A veces nos enfadamos cuando caminamos por la calle y percibimos que hay otra de nuestro mismo sexo que no nos quita el ojo de encima, y pensamos ¿será lesbiana? ¿iré muy hortera? Pero no... Mujeres, sabed que cuando una congénere nos escudriña, hace muecas de desaprobación, habla con las amigas y hasta ríen entre ellas mirándonos con el rabillo del ojo no es porque seamos un raro espécimen, sino todo lo contrario. Se trata del ritual de defensa sexual empleado para proteger nuestro territorio, para hacernos con el tan ansiado poder carnal, única e infalible arma capaz de manipular al verdadero poder gubernativo, al macho dominante.

No hay mayor halago que ser insultada por una mujer. Es muy frecuente que nuestra pareja haga juicios de valor positivos hacia algunas oponentes y mecánicamente salta el dispositivo de autodefensa, nos armamos hasta los dientes y un enjambre de adjetivos descalificativos rezuma de nuestra boca como aguijones envenenados que se dirigen hacia un mismo objetivo, con ningún otro propósito que inyectar ese dardo neutralizador de fieras libidinosas.

Pero no sirve de nada... es sólo un instinto natural. Ellos seguirán siendo espectadores de una pasarela de modelos, continua, sin final, y nosotras seguiremos arponeando a la competencia. Pasan los años y nos sentimos intimidadas hasta por las amigas de nuestras hijas y frente a todos esos comportamientos nos damos cuenta que no somos tan jóvenes como antes, tan bellas.

Lo peor es cuando te toca el papel de invasora. No te puedes acercar a ninguna hembra con ánimo de sociabilizarte. Al principio todo resulta armónico, tranquilo, pero oculto entre las sombras se encuentra un traicionero propósito: obtener la información necesaria para hacerte caer en su emboscada y cuando merodea un macho en celo por los alrededores te echa las zarpas y te devora, te deja en evidencia, en ridículo o compromiso por el simple hecho de ser más atractiva que ella, y mucho peor si lo resultas para el resto de la manada…

Por el contrario, tener poco atractivo sexual tampoco es fácil en este mundo de fieras, sobre todo si eres hembra. Los machos dominantes van paseándose con arrogancia y altanería y, si no eres sugerente, el macho pasa ante ti con aires de insolencia, presunción y gallardía. Haciéndote pasar percibida cuanto más desapercibida te deja pasar. Y si tienes suerte de que se fije en ti será para utilizarte como cebo atrayente de tus compañeras más seductoras y servir sólo como conductora de esas corrientes energéticas que hacen que un macho y una hembra se sientan atraídos el uno por el otro.

Siendo hembra fértil en esta selva moderna he de decir que cuando era una cría deseaba pertenecer al grupo dominante, el de los machos. Sin embargo, ahora sé que no hay nada mejor que ser hembra. Sí, tengo muchos más enemigos, y peores que los machos, pero siempre consigo lo que quiero…

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